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Prólogo a la primera edición alemana.
Cuando hace dos años iniciamos el trabajo cuyas
primeras pruebas dedicamos ahora a Friedrich Pollock, esperábamos poder
terminar y presentar la totalidad en ocasión de su quincuagésimo
aniversario. Pero cuanto más adelantábamos en la empresa más nos dábamos
cuenta de la desproporción entre ella y nuestras fuerzas. Lo que nos
habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad,
en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un
nuevo género de barbarie. Habíamos subestimado las dificultades del
tema, porque teníamos aun demasiada fe en la conciencia actual. A pesar
de haber observado desde hacía muchos años que en la actividad
científica moderna las grandes invenciones se pagan con una creciente
decadencia de la cultura teórica, creíamos poder guiarnos por el modelo
de la organización científica, en el sentido de que nuestra contribución
se limitase esencialmente a la crítica o a la continuación de doctrinas
particulares. Hubiéramos debido atenernos, por lo menos en el orden
temático, a las disciplinas tradicionales: sociología, psicología y
gnoseología.
Los fragmentos recogidos en este volumen demuestran
que hemos debido renunciar a aquella fe. Si el examen y el estudio
atento de la tradición científica constituye un momento indispensable
para el conocimiento -en especial allí donde los depuradores
positivistas la abandonan al olvido como cosa inútil-, por otro lado, en
la fase actual de la civilización burguesa ha entrado en crisis no sólo
la organización sino el sentido mismo de la ciencia. Lo que los
fascistas hipócritamente elogian y lo que los dóciles expertos en
humanidad ingenuamente cumplen, la autodestrucción incesante del
iluminismo, obliga al pensamiento a prohibirse hasta el último candor
respecto de los hábitos y las tendencias del espíritu del tiempo. Si la
vida pública ha alcanzado un estadio en el que el pensamiento se
transforma inevitablemente en mercancía y la lengua en embellecimiento
de ésta, el intento de desnudar tal depravación debe negarse a obedecer
las exigencias lingüísticas y teóricas actuales antes de que sus
consecuencias históricas universales lo tornen por completo imposible.
Si los obstáculos fueran solamente aquellos que
derivan de la instrumentalización inconsciente de la ciencia, el
análisis de los problemas sociales podría vincularse con las tendencias
que están en oposición a la ciencia oficial. Pero también éstas han sido
embestidas por el proceso global de la producción y no han cambiado
menos que la ideología contra la cual se dirigían. Les aconteció lo que
siempre le acontece al pensamiento victorioso, el cual, apenas sale
voluntariamente de su elemento crítico para convertirse en instrumento
al servicio de una realidad, contribuye sin querer a transformar lo
positivo en algo negativo y funesto. La filosofía, que en el siglo
XVIII, a pesar de la quema de libros y hombres, inspiraba a la infamia
un terror mortal, bajo Napoleón había pasado ya al partido de ésta.
Incluso la escuela apologética de Comte usurpó la sucesión de los
inflexibles enciclopedistas y tendió la mano a todo aquello contra lo
cual éstos habían combatido. Las metamorfosis de la crítica en
aprobación no dejan inmune ni siquiera el contenido teórico, cuya verdad
se volatiliza. Por lo demás, hoy la historia motorizada anticipa
incluso estos desarrollos espirituales, y los exponentes oficiales, que
tienen otras preocupaciones, liquidan la teoría que los ha ayudado a
conquistarse un puesto bajo el sol aun antes de que ésta haya tenido
tiempo de prostituirse.
En la reflexión crítica sobre su propia culpa el
pensamiento se ve por lo tanto privado no sólo del uso afirmativo de la
terminología científica y cotidiana sino también de la de la oposición.
No se presenta más una sola expresión que no procure conspirar con
tendencias del pensamiento dominante, y lo que una lengua destruida no
hace por cuenta propia es sustituido inevitablemente por los mecanismos
sociales. A los censores libremente mantenidos por las firmas
cinematográficas a los efectos de evitar gastos mayores corresponden
fuerzas análogas en todos los campos. El proceso al que es sometido un
texto literario, si no es ya en la previsión automática del autor, de
todos modos parte del staff de lectores, revisores, ghost writers,
dentro y fuera de las editoriales, supera en perfección a toda censura.
Tornar completamente superfluas las funciones de la censura parece ser
-no obstante toda reforma útil- la ambición del sistema educativo. En su
convicción de que, si no se limita estrictamente a la determinación de
los hechos y al cálculo de probabilidades, el espíritu cognoscitivo se
hallaría demasiado expuesto al charlatanismo y a la superstición, el
sistema educativo prepara el árido terreno para que acoja ávidamente
supersticiones y charlatanismo. Así como la prohibición ha abierto
siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de
la imaginación teórica abre camino a la locura política. Y en la medida
en que los hombres no han caído aún en su poder, son privados por los
mecanismos de censura -externos o introyectados en su interior- de los
medios necesarios para resistir.
La aporía ante la que nos encontramos frente a
nuestro trabajo se reveló así como el primer objetivo de nuestro
estudio: la autodestrucción del iluminismo. No tenemos ninguna duda -y
es nuestra petición de principio- respecto a que la libertad en la
sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero consideramos
haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal
pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las
instituciones sociales a las que se halla estrechamente ligado, implican
ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el
iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma
su propia condena. Si la reflexión sobre el aspecto destructor del
progreso es dejada a sus enemigos, el pensamiento ciegamente
pragmatizado pierde su carácter de superación y conservación a la vez, y
por lo tanto también su relación con la verdad. En la misteriosa
actitud de las masas técnicamente educadas para caer bajo cualquier
despotismo, en su tendencia autodestructora a la paranoia "popular", en
todo este absurdo incomprendido se revela la debilidad de la comprensión
teórica de hoy.
Creemos contribuir con estos fragmentos a dicha
comprensión en la medida en que muestran que la causa de regresión del
iluminismo a la mitología no debe ser buscada tanto en las modernas
mitologías nacionalistas, paganas, etc., elegidas deliberadamente como
fines regresivos, como en el propio iluminismo paralizado por el miedo a
la verdad, entendiendo a ambos conceptos no sólo en el sentido de la
"historia de la cultura" sino también en sentido real. Así como el
iluminismo expresa el movimiento real de la sociedad burguesa en general
bajo la especie de sus ideas, encarnadas en personas e instituciones,
del mismo modo la verdad no es sólo la conciencia racional sino también
su configuración en la realidad. El miedo característico del auténtico
hijo de la civilización moderna de alejarse de los hechos, que, por lo
demás, desde que son percibidos se hallan ya esquemáticamente
preformados por las costumbres dominantes en la ciencia, en los negocios
y en la política, es idéntico al miedo respecto a la desviación social.
Tales costumbres determinan incluso el concepto de claridad (en la
lengua y en el pensamiento) al que arte, literatura y filosofía deberían
hoy adecuarse. Este concepto -que califica de oscuro y complicado, y
sobre todo de extraño al espíritu nacional, al pensamiento que
interviene negativamente en los hechos y en las formas de pensar
dominantes- condena al espíritu a una ceguera cada vez más profunda. El
hecho de que incluso el reformer más honesto, que recomienda la
renovación de un lenguaje consumido por el uso, refuerce -al hacer suyo
un aparato categorial prefabricado y la mala filosofía en que éste se
sostiene- el poder de lo que existe, ese mismo poder que querría
quebrantar, forma parte de la situación sin camino de salida. La falsa
claridad es sólo otra forma de indicar el mito. El mito ha sido siempre
oscuro y evidente a la vez, y se ha distinguido siempre por su
familiaridad, lo que exime del trabajo del concepto.
La condena natural de los hombres es hoy
inseparable del progreso social. El aumento de la producción económica
que engendra por un lado las condiciones para un mundo más justo,
procura por otro lado al aparato técnico y a los grupos sociales que
disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población.
El individuo se ve reducido a cero frente a las potencias económicas.
Tales potencias llevan al mismo tiempo a un nivel, hasta ahora sin
precedentes, el dominio de la sociedad sobre la naturaleza. Mientras el
individuo desaparece frente al aparato al que sirve, ese aparato lo
provee como nunca lo ha hecho. En el estado injusto la impotencia y la
dirigibilidad de la masa crece con la cantidad de bienes que le es
asignada. La elevación del nivel de vida de los inferiores
-materialmente considerable y socialmente insignificante- se refleja en
la aparente e hipócrita difusión del espíritu, cuyo verdadero interés es
la negación de la reificación. El espíritu no puede menos que
debilitarse cuando es consolidado como patrimonio cultural y distribuido
con fines de consumo. El alud de informaciones minuciosas y de
diversiones domesticadas corrompe y estupidiza al mismo tiempo.
No se trata de la cultura como valor, en el sentido
de los "críticos de la civilización", Huxley, Jaspers, Ortega y Gasset,
etc., sino del hecho de que el iluminismo debe tomar conciencia de sí,
si no se quiere que los hombres sean completamente traicionados. No se
trata de conservar el pasado, sino de realizar sus esperanzas. Mientras
que hoy el pasado continúa como destrucción del pasado. Si la cultura
respetable ha sido hasta el siglo pasado un privilegio pagado con
mayores sufrimientos por quienes se hallaban excluidos de la cultura, la
fábrica higiénica de nuestro siglo ha sido pagada con la fusión de
todos los elementos culturales en el crisol desmesurado. Y tal vez no
fuese siquiera un precio tan alto como lo consideran los defensores de
la cultura, si la venta y liquidación de la cultura no contribuyese a
pervertir y convertir en lo contrario las mejoras económicas.
En las condiciones actuales incluso los bienes
materiales se convierten en elementos de desventura. Si la masa de los
bienes materiales, por falta del sujeto social, daba origen en el
período precedente, bajo forma de superproducción, a crisis de la
economía interna, hoy, cuando grupos de poder han ocupado el puesto y la
función de aquel sujeto social, dicha masa produce la amenaza
internacional del fascismo: el progreso se invierte y se convierte en
regreso. El hecho de que la fábrica higiénica y todo lo que con ella se
relaciona liquiden obtusamente la metafísica es cosa en definitiva
indiferente; pero que la fábrica y el palacio de deportes se conviertan
dentro de la totalidad social en una cortina ideológica tras la que se
condensa la miseria real no resulta indiferente. A partir de este punto
surgen nuestros fragmentos.
El primer ensayo, que es la base teórica de los
siguientes, busca esclarecer la mezcla de racionalidad y realidad
social, y también la otra mezcla, inseparable de la primera, de
naturaleza y dominio de la naturaleza. La crítica a la que en tal ensayo
se somete al iluminismo tiene por objeto preparar un concepto positivo
de éste, que lo libere de la petrificación en ciego dominio.
En términos muy generales el primer ensayo podría
resumirse, en su aspecto crítico, en dos tesis: el mito es ya
iluminismo, el iluminismo vuelve a convertirse en mitología. Estas tesis
son ilustradas en los dos excursus sobre temas concretos particulares.
El primero estudia la dialéctica de mito e iluminismo en la Odisea, como
en uno de los primerísimos documentos representativos de la
civilización burguesa occidental. En el centro se hallan los conceptos
de sacrificio y de renuncia, en los cuales se revela la diferencia y la
unidad de la naturaleza mítica y del dominio racional de la naturaleza.
El segundo excursus se ocupa de Kant, Sade y Nietzsche, inflexibles
ejecutores del iluminismo. En él se muestra cómo el dominio de todo lo
que es natural en el sujeto dueño de sí concluye justamente en el
dominio de la objetividad y de la naturalidad más ciega. Esta tendencia
nivela todos los contrastes del pensamiento burgués, empezando por el
que existe entre rigor moral y amoralidad absoluta.
El capítulo sobre la industria cultural muestra la
regresión del iluminismo a la ideología que tiene su expresión canónica
en el cine y en la radio, donde el iluminismo reside sobre todo en el
cálculo del efecto y en la técnica de producción y difusión; la
ideología, en cuanto a aquello que es su verdadero contenido, se agota
en la fetichización de lo existente y del poder que controla la técnica.
En el análisis de esta contradicción la industria cultural es tomada
con más seriedad que lo que ella misma querría. Pues dado que sus
continuas declaraciones respecto a su carácter comercial y a su
naturaleza de verdad reducida se han convertido desde hace tiempo en una
excusa para sustraerse a la responsabilidad de la mentira, nuestro
análisis se atiene a la pretensión objetivamente inherente a sus
productos de ser creaciones estéticas y de ser por lo tanto verdad
representada. En la inconsistencia de tal pretensión se desenmascara la
vacuidad social de tal industria. Este capítulo es aun más fragmentario
que los otros.
El análisis en forma de tesis de los "elementos del
antisemitismo" está dedicado al retorno de la sociedad iluminada a la
barbarie en la realidad. La tendencia a la autodestrucción pertenece
desde el comienzo a la racionalidad no sólo idealmente sino también
prácticamente y no sólo en la fase en que emerge en toda su evidencia.
En este sentido es esbozada una prehistoria filosófica del
antisemitismo. Su "irracionalismo" se deduce de la esencia misma de la
razón dominante y del mundo hecho a su imagen.
Los Elementos están relacionados en forma estrecha con
investigaciones empíricas del Institut für Sozialforschung, fundación
creada y mantenida en vida por Felix Weil, sin la cual no sólo nuestros
estudios sino también buena parte del trabajo teórico continuado a pesar
de Hitler por los alemanes emigrados no hubiera sido posible.
En la última sección se publican apuntes y esbozos
que en parte entran dentro de la corriente teórica de los ensayos
precedentes, pero que no podían hallar su puesto en ellos, y en parte
dibujan provisionalmente problemas que serán objeto de trabajo futuro.
Se refieren en su mayor parte a una antropología dialéctica.
Los Ángeles, California, mayo de 1944.
El libro no contiene modificaciones importantes en
el texto, terminado durante la guerra. Se ha agregado a continuación la
última tesis de los Elementos del antisemitismo.
Junio de 1947
MAX HORKHEIMER
THEODOR W. ADORNO
Concepto de Iluminismo
El iluminismo, en el sentido más amplio de
pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de
quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra
enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal
desventura. El programa del iluminismo consistía en liberar al mundo de
la magia. Se proponía, mediante la ciencia, disolver los mitos y
confutar la imaginación: Bacon, "el padre de la filosofía experimental",
(1) recoge ya los diversos temas.
Desprecia a los partidarios de la tradición, quienes "primero creen que
otros saben lo que ellos no saben; luego suponen saber ellos mismos lo
que ellos no saben. La credulidad, la aversión respecto a la duda, la
precipitación en las respuestas, la pedantería cultural, el temor a
contradecir, la indolencia en las investigaciones personales, el
fetichismo verbal, la tendencia a detenerse en los conocimientos
parciales: todo esto y otras cosas más han impedido las felices bodas
del intelecto humano con la naturaleza de las cosas, para hacer que se
ayuntase en cambio con conceptos vanos y experimentos desordenados. Es
fácil imaginar los frutos y la descendencia de una unión tan gloriosa.
La imprenta, invención grosera; el cañón, que estaba ya en el aire; la
brújula, conocida ya en cierta medida antes: ¡qué cambios no han
aportado, la una al estado de la ciencia, el otro al de la guerra, la
tercera al de las finanzas, el comercio y la navegación! Y hemos dado
con estas invenciones, repito, casi por casualidad. La superioridad del
hombre reside en el saber, no hay ninguna duda respecto a ello. En el
saber se hallan reunidas muchas cosas que los reyes con todos sus
tesoros no pueden comprar, sobre las cuales su autoridad no pesa, de las
que sus informantes no pueden darles noticias y hacia cuyas tierras de
origen sus navegantes y descubridores no pueden enderezar el curso. Hoy
dominamos la naturaleza sólo en nuestra opinión, y nos hallamos
sometidos a su necesidad; pero si nos dejásemos guiar por ella en la
invención, podríamos ser sus amos en la práctica". (2)
Bien que ajeno a las matemáticas, Bacon ha sabido
descubrir con exactitud el animus de la ciencia sucesiva. El feliz
connubio en que piensa, entre el intelecto humano y la naturaleza de las
cosas, es de tipo patriarcal: el intelecto que vence a la superstición
debe ser el amo de la naturaleza desencantada. El saber, que es poder,
no conoce límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en su
fácil aquiescencia a los señores del mundo. Se halla a disposición tanto
de todos los fines de la economía burguesa, en la fábrica y en el campo
de batalla, como de todos los que quieran manipularlo, sin distinción
de sus orígenes. Los reyes no disponen de la técnica más directamente
que lo que hacen los mercaderes: la técnica es democrática como el
sistema económico en que se desarrolla. La técnica es la esencia de tal
saber. Dicho saber no tiende -sea en Oriente como en Occidente- a los
conceptos y a las imágenes, a la felicidad del conocimiento, sino al
método, a la explotación del trabajo, al capital privado o estatal.
Todos los descubrimientos que aun promete según Bacon son a su vez
instrumentos: la radio como imprenta sublimada, el avión de caza como
artillería más eficaz, el proyectil guiado a distancia como brújula más
segura. Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma
de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los
hombres. Ninguna otra cosa cuenta. Sin miramientos hacia sí mismo, el
iluminismo ha quemado hasta el último resto de su propia autoconciencia.
Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo
suficientemente duro para traspasar los mitos. frente al actual triunfo
del "sentido de los hechos", incluso el credo nominalista de Bacon
resultaría sospechoso de metafísica y caería bajo la acusación de
vanidad que él mismo formuló contra la escolástica. Poder y conocer son
sinónimos. (3) La estéril felicidad
de conocer es lasciva tanto para Bacon como para Lutero. Lo que importa
no es la satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operation,
el procedimiento eficaz; "el verdadero fin y tarea de la ciencia" reside
no en "discursos plausibles, edificantes, dignos o llenos de efecto, o
en supuestos argumentos evidentes, sino en el empeño y en el trabajo, y
en el descubrimiento de detalles antes desconocidos para un mejor
equipamiento y ayuda en la vida". (4)
No debe existir ningún misterio, pero tampoco el deseo de su revelación.
La liberación del mundo respecto a la magia es la
liquidación del animismo. Jenófanes ridiculiza a los dioses múltiples,
que se asemejan a sus creadores, los hombres, con todos sus accidentes y
defectos, y la lógica más reciente denuncia las palabras convencionales
del lenguaje como monedas falsas que conviene sustituir por fiches
neutrales. El mundo se convierte en caos y la síntesis en salvación. No
hay ya ninguna diferencia entre el animal totémico, los sueños del
visionario y la idea absoluta. En su itinerario hacia la nueva ciencia
los hombres renuncian al significado. Sustituyen el concepto por la
fórmula, la causa por la regla y la probabilidad. La causa ha sido el
último concepto filosófico con el cual la crítica científica ha
arreglado cuentas, puesto que era el único de los viejos que aún se le
resistía, la última secularización del principio creador. Definir
modernamente sustancia y cualidad, actividad y pasión, ser y existencia,
ha sido, desde Bacon en adelante, interés y tarea de la filosofía; pero
la ciencia se desentendía ya de estas categorías. Habían sobrevivido
como idola theatri de la vieja metafísica, y eran ya, en los tiempos de
aquélla, monumentos de entidad y fuerzas de la prehistoria, cuya vida y
muerte habían sido expuestas y trazadas en los mitos. Las categorías
mediante las cuales la filosofía occidental definía el orden eterno de
la naturaleza, señalaban puntos ya ocupados por Ocnos y Perséfona,
Ariadna y Nereo. Las categorías presocráticas fijan el momento del
tránsito. Lo húmedo, lo informe, el aire, el fuego, que aparecen en
ellas como materia prima de la naturaleza, son residuos apenas
racionalizados de la concepción mítica. Así como las imágenes de la
generación de la tierra y del río, llegadas hasta los griegos desde el
Nilo, se convirtieron allí en principios hilozoicos, en elementos, del
mismo modo la inagotable ambigüedad de los demonios míticos se
espiritualizó en la forma pura de las esencias ontológicas. Por último,
con las ideas de Platón, incluso las divinidades patriarcales del Olimpo
invisten las características del logos filosófico. Pero en la herencia
platónica y aristotélica de la metafísica el iluminismo reconoció las
antiguas fuerzas y persiguió como superstición la pretensión de verdad
de los universales. El iluminismo cree aún descubrir en la autoridad de
los conceptos generales el miedo a los demonios, con cuyas imágenes y
reproducciones los hombres buscaban, en el ritual mágico, influir sobre
la naturaleza. A partir de ahora la materia debe ser dominada más allá
de toda ilusión respecto a fuerzas superiores a ella o inmanentes en
ella, es decir, de cualidades ocultas. Lo que no se adapta al criterio
del cálculo y de la utilidad es, a los ojos del iluminismo, sospechoso. Y
cuando el iluminismo puede desarrollarse sin perturbaciones
provenientes de la opresión externa, el freno desaparece. Sus mismas
ideas sobre los derechos de los hombres terminan por correr la suerte de
los viejos universales. Ante cada resistencia espiritual que encuentra
su fuerza no hace más que aumentar. (5)
Ello deriva del hecho de que el iluminismo se reconoce a sí mismo
incluso en los mitos. Cualesquiera que sean los mitos a los que incumbe
la resistencia, por el solo hecho de convertirse en argumentos en este
conflicto, rinden homenaje al principio de la racionalidad analítica que
reprochan al iluminismo. El iluminismo es totalitario.
En la base del mito el iluminismo ha visto siempre antropomorfismo, la proyección de lo subjetivo sobre la naturaleza. (6)
Lo sobrenatural, espíritus y demonios, serían imágenes reflejas de los
hombres, que se dejaban asustar por la naturaleza. Las diversas figuras
míticas son todas reducibles, según el iluminismo, al mismo denominador,
es decir, al sujeto. La respuesta de Edipo al enigma de la Esfinge -"
el hombre"- vuelve indiscriminadamente, como solución estereotipada del
iluminismo, ya se trate de un trozo de significado objetivo, de las
líneas de un ordenamiento, del miedo a fuerzas malignas o de la
esperanza de salvación. El iluminismo reconoce a priori, como ser y
acaecer, sólo aquello que se deja reducir a una unidad; su ideal es el
sistema, del cual se deduce todo y cualquier cosa. En eso no se
distinguen sus versiones racionalista y empirista. Pese a que las
diversas escuelas podían interpretar diversamente los axiomas, la
estructura de la ciencia unitaria era siempre la misma. El postulado
baconiano de una scientia universalis (8)
es -pese al pluralismo de los campos de investigación- tan hostil a lo
que no se puede relacionar como la mathesis universalis leibniziana al
salto. La multiplicidad de las figuras queda reducida a la posición y el
ordenamiento, la historia al hecho, las cosas a materia. Según Bacon,
debe subsistir entre los principios supremos y las proposiciones
empíricas una conexión lógica evidente a través de los diversos grados
de universalidad. De Maistre lo toma en broma diciendo que posee une
idole d´ échelle. (9) La lógica
formal ha sido la gran escuela de la unificación. La lógica formal
ofrecía a los iluministas el esquema de la calculabilidad del universo.
La equiparación de sabor mitológico de las ideas con los números en los
últimos escritos de Platón expresa el anhelo de toda desmitización: el
número se convierte en el canon del iluminismo. Las mismas ecuaciones
dominan la justicia burguesa y el intercambio de mercancías. "¿No es
acaso la regla de que sumando lo impar a lo par se obtiene impar, un
principio tanto de la justicia como de la matemática? ¿Y no existe una
verdadera correspondencia entre justicia conmutativa y distributiva por
un lado y proporciones geométricas por el otro?" (10)
La sociedad burguesa se halla dominada por lo equivalente. Torna
comparable lo heterogéneo reduciéndolo a grandezas abstractas. Todo lo
que no se resuelve en números, y en definitiva en lo uno, se convierte
para el iluminismo en apariencia; y el positivismo moderno confina esto a
la literatura. Unidad es la palabra de orden, desde Parménides a
Russell. Se continúa exigiendo la destrucción de los dioses y de las
cualidades.
Pero los mitos que caen bajo los golpes del
iluminismo eran ya productos del mismo iluminismo. En el cálculo
científico del acontecer queda anulada la apreciación que el pensamiento
había formulado en los mitos respecto al acontecer. El mito quería
contar, nombrar, manifestar el origen: y por lo tanto también exponer,
fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada por el extendimiento y
la recompilación de los mitos, que se convirtieron en seguida, de
narraciones de cosas acontecidas, en doctrina. Todo ritual implica una
concepción del acontecer, así como del proceso específico que debe ser
influido por el encantamiento. Este elemento teórico del ritual se tornó
independiente en las primeras epopeyas de los pueblos. Los mitos, tal
como los encontraron los trágicos, se hallan ya bajo el signo de esa
disciplina y ese poder que Bacon exalta como meta. En el lugar de los
espíritus y demonios locales había aparecido el cielo y su jerarquía, en
el lugar de las prácticas exorcizantes del mago y la tribu, el
sacrificio graduado jerárquicamente y el trabajo de los esclavos
mediatizado mediante el mando. Las divinidades olímpicas no son ya
directamente idénticas a los elementos, sino que los simbolizan. En
Homero, Zeus preside el cielo diurno, Apolo guía el sol, Helios y Eo se
hallan ya en los límites de la alegoría. Los dioses se separan de los
elementos como esencias de éstos. A partir de ahora el ser se divide en
el logos -que se reduce, con el progreso de la filosofía, a la mónada,
al mero punto de referencia- y en la masa de todas las cosas y criaturas
exteriores. Una sola diferencia, la que existe entre el propio ser y la
realidad, absorbe a todas las otras. Si se dejan de lado las
diferencias, el mundo queda sometido al hombre. En ello concuerdan la
historia judía de la creación y la religión olímpica. "...Y dominarán
los peces del mar y los pájaros del cielo y en los ganados y en todas
las fieras de la tierra y en todo reptil que repta sobre la tierra." (11)
"Oh Zeus, padre Zeus, tuyo es el dominio del cielo, y tú vigilas desde
lo alto las obras de los hombres, justas y malvadas, e incluso la
arrogancia de los animales y te complace la rectitud." (12)
"Puesto que las cosas son así, uno expía inmediatamente y otro más
tarde; pero incluso si alguien pudiera escapar y la amenazadora
fatalidad de los dioses no lo alcanzara en seguida, tal fatalidad
termina infaliblemente por cumplirse, e inocentes deben pagar por la
mala acción, sus hijos o una generación posterior" (13)
Frente a los dioses se mantiene sólo quien se somete totalmente. El
surgimiento del sujeto se paga con el reconocimiento del poder como
principio de todas las relaciones. Frente a la unidad de esta razón la
división entre Dios y hombre parece en verdad irrelevante, tal como la
razón impasible lo hiciera notar desde la más antigua crítica homérica.
Como señores de la naturaleza, el dios creador y el espíritu ordenador
se asemejan. La semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía
sobre lo existente, en la mirada patronal, en el mando.
El mito perece en el iluminismo y la naturaleza en
la pura objetividad. Los hombres pagan el acrecentamiento de su poder
con el extrañamiento de aquello sobre lo cual lo ejercitan. El
iluminismo se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres,
pues el dictador sabe cuál es la medida en que puede manipular a éstos.
El hombre de ciencia conoce las cosas en la medida en que puede
hacerlas. De tal suerte el en-sí de éstas se convierte en para-él. En la
transformación la esencia de las cosas se revela cada vez como la
misma: como fundamento del dominio. Esta identidad funda y constituye la
unidad de la naturaleza. La cual se hallaba escasamente presente en la
evocación mágica, como unidad del sujeto. Los ritos del shamán se
dirigían al viento, a la lluvia, a la serpiente exterior o al demonio en
el enfermo, y no a materias o registros. Y quien practicaba no era el
espíritu uno e idéntico: éste variaba de acuerdo con las máscaras del
culto, que debían asemejarse a los diversos espíritus. La magia es una
falsedad sanguinolenta, pero en ella no se llega todavía a esa negación
aparente del dominio por la cual el dominio mismo, transformado en pura
verdad, se coloca como base del mundo caído en su poder. El mago se
torna similar a los demonios; para asustarlos o para aplacarlos adopta
actitudes horribles o mansas. Por más que su oficio sea la repetición,
aún no se ha proclamado -como el hombre civil, para quien los modestos
terrenos de caza se reducirán al cosmos unitario, a la síntesis de toda
posibilidad de presa- copia e imagen del poder invisible. Sólo en la
medida en que es (y se conserva) hecho a semejanza de ese poder consigue
el hombre la identidad del Sí, que no puede perderse en la
identificación con otro, sino que se posee de una vez para siempre, como
máscara impenetrable. Es la identidad del espíritu y su correlato, la
unidad de la naturaleza, ante la cual sucumbe la multitud de las
cualidades. La naturaleza privada de sus cualidades se convierte en
materia caótica, objeto de pura subdivisión, y el Sí omnipotente en mero
tener, en identidad abstracta. En la magia la sustituibilidad es
específica. Lo que le acontece a la lanza del enemigo, a su pelo, a su
nombre, le acontece también a su persona; la víctima sacrificial es
ejecutada en lugar del dios. La sustitución en el sacrificio es un
progreso hacia la lógica discursiva. Incluso si la cierva que era
preciso sacrificar por la hija o el cordero que había que ofrecer por el
primogénito debían poseer aún cualidades específicas, representaban sin
embargo ya la especie, tenían ya la accidentalidad arbitraria del
catálogo. Pero el carácter sacro del hic et nunc, la unicidad del
elegido, que incluso el sustituto asume, lo distingue radicalmente, lo
convierte, incluso, en el cambio, en insustituible. La ciencia pone fin a
esto . No hay en la ciencia sustituibilidad específica: víctimas, sí
pero ningún dios. La sustituibilidad se convierte en fungibilidad
universal. Un átomo no es desintegrado en sustitución, sino como
espécimen de la materia, y no es en un lugar o en representación, sino
considerado como mero ejemplar, la forma en que el conejo recorre el via
crucis del laboratorio. Justamente debido a que en la ciencia funcional
las diferencias son tal lábiles que todo desaparece en la materia
única, el objeto científico se fosiliza; y, en comparación, el rígido
ritual de antaño se aparece como dúctil, pues aún sustituía una cosa por
otra cosa. El mundo de la magia contenía aún diferencias, cuyos rasgos
han desaparecido incluso en la forma lingüística. (14)
Las múltiples afinidades entre lo que existe son anuladas por la
relación única entre el sujeto que da sentido y el objeto privado de
éste, entre el significado racional y el portador accidental de dicho
significado. En la fase mágica, sueño e imagen no eran considerados sólo
como un signo de la cosa, sino que estaban unidos a ella por la
semejanza o por el nombre. No se trata de una relación de
intencionalidad sino de afinidad. La magia, como la ciencia, busca
fines, pero los persigue mediante la mimesis y no a través de una
creciente separación del objeto. La magia no se fundamenta en modo
alguno en "la omnipotencia del pensamiento", que el primitivo se
atribuiría al igual que el neurótico; (15)
no puede existir "supervaloración de los procesos psíquicos en relación
con la realidad" allí donde pensamiento y realidad no se hallan
radicalmente separados. La "inflexible fe en la posibilidad de dominar
el mundo", (16) que Freud atribuye
anacrónicamente a la magia, corresponde sólo al dominio del mundo según
el principio de realidad por obra de la ciencia serena y madura. Para
que las prácticas limitadas del brujo cediesen su puesto a la técnica
industrial universalmente aplicable era antes necesario que los
pensamientos se independizasen de los objetos tal como ocurre en el Yo
adaptado a la realidad.
Como totalidad lingüísticamente desarrollada -que con su pretensión
de verdad cubre de sombra a la fe mítica más antigua, las religiones
populares-, el mito solar, patriarcal, es ya iluminismo, con el cual el
iluminismo filosófico puede medirse en el mismo plano. Ahora tropieza
con un igual. La mitología misma ha puesto en marcha el proceso sin fin
del iluminismo, en el que, con necesidad ineluctable, toda concepción
teórica determinada cae bajo la acusación destructora de no ser más que
una fe, hasta que también los conceptos de espíritu, verdad e incluso de
iluminismo quedan relegados como magia animista. El principio de la
necesidad fatal por el que perecen los héroes del mito, y que se
desarrolla como lógica consecuencia del veredicto oracular, no domina
sólo -purificado hasta la coherencia de la lógica formal- en todo
sistema racionalista de la filosofía occidental, sino sobre la sucesión
misma de los sistemas, que comienza con la jerarquía de los dioses y, en
un permanente crepúsculo de los ídolos, exhala, como contenido
idéntico, la ira por la falta de honestidad. Así como los mitos cumplen
ya una obra iluminista, del mismo modo el iluminismo se hunde a cada
paso más profundamente en la mitología. Recibe la materia de los mitos
para destruirlos y, como juez, incurre a su vez en el encantamiento
mítico. Quiere huir al proceso fatal de la represalia, ejerciendo la
represalia sobre el proceso mismo. En los mitos todo acontecimiento debe
pagar por el hecho de haber acontecido. Lo mismo acontece en el
iluminismo: el hecho se anula apenas ha ocurrido. La ley de la igualdad
de acción y reacción afirmaba el poder de la repetición sobre todo lo
que existe mucho tiempo después de que los hombres se hubieran liberado
de la ilusión de identificarse, mediante la repetición, con la realidad
repetida y de sustraerse así a su poder. Pero cuanto más desaparece la
ilusión mágica, tanto más despiadadamente la repetición, bajo el nombre
de legalidad, fija al hombre en el ciclo, en el cual, por haberlo
objetivado en la ley de la naturaleza, el hombre cree desempeñar el
papel de sujeto libre. El principio de inmanencia, la explicación de
todo acaecer como repetición, que el iluminismo sostiene contra la
fantasía mítica, es el principio mismo del mito. La árida sabiduría para
la cual no hay nada nuevo bajo el sol, porque todas las cartas del
absurdo juego han sido jugadas, todos los grandes pensamientos han sido
ya pensados, los descubrimientos posibles se pueden construir a priori, y
los hombres están condenados a la autoconservación por adaptación, esta
árida sabiduría no hace más que reproducir la sabiduría fantástica que
rechaza: la confirmación del destino, que renueva continuamente,
mediante el talión, lo que ya había sido. Lo que podría ser de otra
forma es nivelado. Tal es el veredicto que erige críticamente los
confines de la experiencia posible. El precio de la identidad de todo
con todo consiste en que nada puede ser idéntico a sí mismo. El
iluminismo disuelve el error de la vieja desigualdad, el dominio
inmediato, pero lo eterniza en la mediación universal que relaciona todo
ente a otro. Hace lo que Kierkegaard cita en elogio de su ética
protestante y que aparece ya en el cielo de las leyendas de Hércules
como uno de los arquetipos del poder mítico: destruye lo
inconmensurable. No sólo son disueltas las cualidades en el pensamiento,
sino que asimismo se obliga a los hombres a la conformidad real. La
ventaja de que el mercado no se preocupe por el nacimiento ha sido
pagada, por el sujeto del cambio, mediante la necesidad de permitir que
la producción de mercancías que se pueden adquirir en el mercado modele
las posibilidades conferidas por el nacimiento. Los hombres han recibido
como don un Sí propio y particular y distinto de todos los demás sólo
para que se convirtiese con mayor seguridad en idéntico. Pero dado que
tal Sí no se adecuó nunca del todo, el iluminismo simpatizó siempre,
incluso durante el período liberal, con la constricción social. La
unidad de lo colectivo manipulado consiste en la negación de todo lo
singular; es una burla dirigida a esa sociedad que podría hacer del
individuo un individuo. La horda, cuyo nombre retorna en la organización
de la "Juventud de Hitler", no es una recaída en la antigua barbarie,
sino el triunfo de la igualdad represiva, el desplegarse de la igualdad
jurídica como injusticia mediante los iguales. El mito de cartón de los
fascistas se revela como lo auténtico de la prehistoria, justamente en
la medida en que lo verdadero analizaba con atención la represalia,
mientras que lo falso la ejecuta ciegamente en las víctimas. Toda
tentativa de liquidar la constricción natural liquidando la naturaleza
cae con mayor profundidad en la coacción natural. Y tal es el curso de
la civilización europea. La abstracción, instrumento del iluminismo, se
conduce con sus objetos igual que el destino, cuyo concepto elimina:
como liquidación. Bajo el dominio nivelador de lo abstracto, que vuelve
todo repetible en la naturaleza, y de la industria, para la cual lo
anterior prepara, los liberados mismos terminaron por convertirse en esa
"tropa" en la cual Hegel (17) señaló los resultados del iluminismo.
La separación del sujeto respecto al objeto,
premisa de la abstracción, se funda en la separación respecto a la cosa,
que el amo logra mediante el servidor. Los cantos de Homero y los
himnos del Rig Veda provienen de la época del dominio de las tierras y
de las rocas, cuando un belicoso pueblo de dominadores se monta sobre la
masa de los indígenas vencidos. (18)
El dios supremo entre los dioses nace con este mundo burgués en el que
el rey, jefe de la nobleza armada, obliga a los vencidos a servir en la
gleba, mientras que médicos, adivinos, artesanos y mercaderes se ocupan
del traficar. Con el fin del nomadismo el orden social se constituyó
sobre la base de la propiedad estable. Dominio y trabajo se separan. Un
propietario como Odiseo "dirige desde lejos un personal numeroso y
minuciosamente diferenciado de cuidadores de bueyes, de cabras, de
cerdos y servidores. Por la noche, después de haber visto encenderse
desde su castillo mil fuegos en el campo, puede echarse tranquilamente a
dormir: sabe que sus bravos servidores velan, para tener alejadas a las
bestias feroces y para expulsar a los ladrones de los recintos
confiados a su custodia". (19) La
universalidad de las ideas, desarrollada por la lógica discursiva, el
dominio en la esfera del concepto, se levanta sobre la base del dominio
real. En la sustitución de la herencia mágica, de las viejas y confusas
representaciones, mediante la unidad conceptual, se expresa el nuevo
ordenamiento, determinado por los libres y organizado por el comando. El
Sí, que aprendió el orden y la subordinación en la escuela de la
sumisión al mundo externo, ha identificado pronto la verdad en general
con el pensamiento que dispone, sin cuyas firmes distinciones la verdad
no podría subsistir. Así se ha vedado, junto con la magia mimética, el
conocimiento que apresa efectivamente al objeto. Todo el odio se vuelve
hacia la imagen de la prehistoria superada y a su imaginaria felicidad.
Las divinidades etónicas de los aborígenes son relegadas al infierno en
que la tierra misma se transforma bajo la religión solar y luminosa de
Indra y Zeus.
Pero cielo e infierno se hallaban estrechamente
ligados. Así como el nombre de Zeus correspondía a la vez -en cultos que
no se excluían recíprocamente- a un dios subterráneo y a un dios de la
luz, (20) así como los dioses del
Olimpo mantenían relaciones de todo tipo con las divinidades etónicas,
del mismo modo las buenas o malas potencias, la salud y la enfermedad,
no estaban separadas terminantemente entre sí. Estaban vinculadas al
igual que el nacer y el perecer, la vida y la muerte, el invierno y el
verano. En el mundo luminoso de la religión griega perdura la turbia
indiscriminación del principio religioso, que en las primeras fases
conocidas de la humanidad era venerado como mana. En forma primaria,
indiferenciada, mana es todo aquello que resulta desconocido, extraño,
todo aquello que trasciende el ámbito de la experiencia, aquello que en
las cosas es más que su realidad conocida. Lo que el primitivo siente
como sobrenatural no es una sustancia espiritual opuesta a la material,
sino la complicación de lo natural respecto al miembro singular. El
grito de terror con que se experimenta lo insólito se convierte en el
nombre de lo insólito. Nombre que fija la trascendencia de lo
desconocido respecto a lo conocido y convierte por lo tanto al
estremecimiento en sagrado. El desdoblamiento de la naturaleza en
apariencia y esencia, acción y fuerza, que es lo que hace posible tanto
al mito como a la ciencia, nace del temor del hombre, cuya expresión se
convierte en explicación. No se trata de que el alma sea "trasferida" a
la naturaleza, como sostiene la interpretación psicologista; mana, el
espíritu que mueve, no es una proyección, sino el eco de la
superpotencia real de la naturaleza en las débiles almas de los
salvajes. La separación entre lo animado y lo inanimado, la atribución
de determinados lugares a demonios o divinidades, deriva ya de este
preanimismo. En el cual está ya implícita la separación entre sujeto y
objeto. Si el árbol no es considerado más sólo como árbol, sino como
testimonio de alguna otra cosa, como sede del mana, la lengua expresa la
contradicción de que una cosa sea ella misma y a la vez otra cosa
además de lo que es, idéntica y no idéntica. (21)
Mediante la divinidad, el lenguaje se convierte, de tautología, en
lenguaje. El concepto, que suele ser definido como unidad característica
de aquello que bajo él se halla comprendido, ha sido en cambio, desde
el principio, un producto del pensamiento dialéctico, en el que cada
cosa es lo que es sólo en la medida en que se convierte en lo que no es.
Ha sido esta la forma originaria de determinación objetivante, por la
que concepto y cosa se han separado recíprocamente, de la misma
determinación que se halla ya muy avanzada en la epopeya homérica y que
se invierte en la moderna ciencia positiva. Pero esta dialéctica sigue
siendo impotente en la medida en que se desarrolla a partir del grito de
terror, que es la duplicación, la tautología del terror mismo. Los
dioses no pueden quitar al hombre el terror del cual sus nombres son el
eco petrificado. El hombre tiene la ilusión de haberse liberado del
terror cuando ya no queda nada desconocido. Ello determina el curso de
la desmitización, del iluminismo que identifica lo viviente con lo
no-viviente, así como el mito iguala lo no-viviente con lo viviente. El
iluminismo es la angustia mítica vuelta radical. La pura inmanencia
positivista, que es su último producto, no es más que un tabú universal,
por así decirlo. No debe existir ya nada afuera, puesto que la simple
idea de un afuera es la fuente genuina de la angustia. Si la venganza
del primitivo por el asesinato de uno de los suyos podía a veces ser
aplacada acogiendo al homicida en la propia familia, (22)
ello significaba la absorción de la sangre ajena en la propia, la
restauración de la inmanencia. El dualismo mítico no conduce más allá
del ámbito de lo existente. El mundo penetrado y dominado por el mana,
incluso el del mito indio y griego, son eternamente iguales y sin
salida. Cada nacimiento es pagado con la muerte, cada felicidad con la
desgracia. Hombres y dioses pueden buscar en el intervalo a su
disposición distribuir las suertes de acuerdo con criterios diversos del
ciego curso del destino: al final lo existente, la realidad, triunfa
sobre ellos. Incluso su justicia, arrancada al destino, ostenta las
características de éste; dicha justicia corresponde a la mirada que los
hombres (los primitivos tanto como los griegos y los bárbaros) lanzan,
desde una sociedad de presión y miseria, al mundo circundante. Culpa y
expiación, felicidad y desventura, son así para la justicia mítica como
para la racional miembros de una ecuación. La justicia se pierde en el
derecho. El shamán exorciza al ser peligroso mediante su misma imagen.
Su instrumento es la igualdad. La misma igualdad que regula en la
civilización la pena y el mérito. Incluso las representaciones míticas
pueden ser reconducidas, sin residuos, a relaciones naturales. Así como
la constelación de Géminis, con todos los otros símbolos de la dualidad,
conduce al ciclo ineluctable de la naturaleza, que tiene su antiquísimo
signo en el huevo del cual han salido, del mismo modo la balanza en la
mano de Zeus, que simboliza la justicia del entero mundo patriarcal,
reconduce a la naturaleza desnuda. El paso del caos a la civilización,
donde las relaciones naturales no ejercitan ya directamente su poder,
sino que lo hacen a través de la conciencia de los hombres, no ha
cambiado en nada el principio de la igualdad. Incluso los hombres han
pagado precisamente este tránsito con la adoración de aquello a lo que
antes -al igual que todas las otras criaturas- se hallaban simplemente
sometidos. Antes los fetiches se hallaban por debajo de la ley de
igualdad. Ahora la igualdad se convierte en un fetiche. La venda sobre
los ojos de la justicia no significa únicamente que es preciso no
interferir en su curso, sino también que el derecho no nace de la
libertad.
La doctrina de los sacerdotes era simbólica en el
sentido de que en ella señal e imagen coincidían. Tal como lo atestiguan
los jeroglíficos, la palabra ha cumplido en el origen también la
función de imagen. Dicha función ha pasado a los mitos. Los mitos, como
los ritos mágicos, entienden la naturaleza que se repite. Esa naturaleza
es el alma de lo simbólico: un ser o un proceso que es representado
como eterno, porque debe reconvertirse continuamente en acontecimiento
por medio de la ejecución del símbolo. Inexhaustibilidad, repetición sin
fin, permanencia del objeto significado, no son sólo atributos de todos
los símbolos, sino también el verdadero contenido de éstos. Los mitos
de creación, en los que el mundo surge de la madre primigenia, de la
vaca o del huevo son, en antítesis al Génesis bíblico, simbólicos. La
ironía de los antiguos respecto a los dioses demasiado humanos no daba
en lo esencial. La individualidad no agota la esencia de los dioses.
Éstos tenían aun en sí algo del mana: encarnaban la naturaleza como
poder universal. Con sus rasgos preanimistas desembocaban directamente
en el iluminismo. Bajo la verecunda cubierta de la chronique scandaleuse
del Olimpo, se había desarrollado la doctrina de la mezcla, de la
presión y el choque de los elementos, que muy pronto se estableció como
ciencia y redujo los mitos a creaciones de la fantasía. Con la precisa
separación entre ciencia y poesía la división del trabajo, ya efectuada
por su intermedio, se extiende al lenguaje. Como signo, la palabra, pasa
a la ciencia; como sonido, como imagen, como palabra verdadera, es
repartida entre las diversas artes, sin que se pueda recuperar ya más la
unidad gracias a su adición, senestesia o "arte total". Como signo, el
lenguaje debe limitarse a ser cálculo; para conocer a la naturaleza debe
renunciar a la pretensión de asemejársele. Como imagen debe limitarse a
ser una copia: para ser enteramente naturaleza debe renunciar a la
pretensión de conocer a ésta. Con el progreso del iluminismo sólo las
obras de arte verdaderas han podido sustraerse a la simple imitación de
lo que ya existe. La antítesis corriente entre arte y ciencia, que las
separa entre sí como "sectores culturales", para convertir a ambas, como
tales, en administrables, las transfigura al fin, justamente por su
cualidad de opuestas, en virtud de sus mismas tendencias, a la una en la
otra. La ciencia, en su interpretación neopositivista, se convierte en
esteticismo, sistema de signos absolutos, carente de toda intención que
lo trascienda: se convierte en suma en ese "juego" respecto al cual hace
ya tiempo que los matemáticos han afirmado con orgullo que resume su
actividad. Pero el arte de la reproducción integral se ha lanzado, hasta
en sus técnicas, a la ciencia positivista. Dicho arte se convierte una
vez más en mundo, en duplicación ideológica, en reproducción dócil. La
separación de signo e imagen es inevitable. Pero se ha hipostasiado con
ingenua complacencia; cada uno de los dos principios aislados tiende a
la distribución de la verdad.
El abismo que se ha abierto con esta separación ha
sido señalado y tratado por la filosofía en la relación entre intuición y
concepto, y en muchas ocasiones, aunque en vano, se ha intentado
llenarlo: precisamente la filosofía es definida por dicho intento. Por
lo general, es verdad, la filosofía se puso de lado de la parte de la
cual toma su nombre. Platón prohibió la poesía con el mismo gesto con el
que el positivismo prohibe la doctrina de las ideas. Mediante su
celebrado arte Homero no ha llevado a cabo reformas públicas o privadas,
no ha ganado una guerra ni ha hecho ningún descubrimiento. No basta que
una nutrida multitud de secuaces lo haya honrado y amado. El arte debe
aun probar su utilidad. (23) La
imitación es prohibida por él igual que por los judíos. Razón y religión
prohiben el principio de la magia. Aun en la separación respecto a la
realidad en la renuncia del arte, ese principio continúa siendo
deshonroso; quien lo practica es un vagabundo, un nómade superviviente,
que no hallará más patria entre los que se han convertido en estables.
No se debe influir más sobre la naturaleza identificándose con ella,
sino que es preciso dominarla mediante el trabajo. La obra de arte posee
aún en común con la magia el hecho de instituir un ciclo propio y
cerrado en sí, que se sustrae al contexto de la realidad profana, en el
que rigen leyes particulares. Así como el primer acto del mago en la
ceremonia era el definir y aislar, respecto a todo el mundo circundante,
el lugar en que debían obrar las fuerzas sagradas, de la misma forma en
toda obra de arte su ámbito se destaca netamente de la realidad.
Justamente, la renuncia a la acción externa, con la que el arte se
separa de la simpatía mágica, conserva con mayor profundidad la herencia
de la magia. La obra de arte coloca la pura imagen en contraste con la
realidad física cuya imagen retoma, custodiando sus elementos. Y en el
sentido de la obra de arte, en la apariencia estética, surge aquello a
lo que daba lugar, en el encantamiento del primitivo, el acontecimiento
nuevo y tremendo: la aparición del todo en el detalle. En la obra de
arte se cumple una vez más el desdoblamiento por el cual la cosa
aparecía como algo espiritual, como manifestación del mana. Ello
constituye su "aura". Como expresión de la totalidad, el arte aspira a
la dignidad de lo absoluto. Ello indujo en ciertas ocasiones a la
filosofía a asignarle una situación de preferencia respecto al
conocimiento conceptual. Según Schelling, el arte comienza allí donde el
saber abandona al hombre. El arte es para él "el modelo de la ciencia, y
la ciencia debe aún llegar allí donde encontramos al arte". (24)
De acuerdo con su doctrina, la separación entre imagen y signo queda
"enteramente abolida por cada singular representación artística. (25)
Pero muy raras veces se halló el mundo burgués dispuesto a demostrar
esta fe en el arte. Cuando puso límites al saber, ello por lo general no
aconteció para dar paso al arte, sino a la fe. Mediante la fe, la
religiosidad militante de la nueva edad -Torquemada, Lutero, Mahoma- ha
pretendido conciliar espíritu y realidad. Pero la fe es un concepto
privativo: se destruye como fe si no expone continuamente su diferencia o
su acuerdo con el saber. Puesto que está obligada a calcular los
límites del saber, se halla limitada también a ella. El intento de la
fe, en el protestantismo, de hallar el principio trascendente de la
verdad, sin el cual no hay fe, como en la prehistoria, directamente en
la palabra, y de restituir a ésta su poder simbólico, ha sido pagado con
la obediencia a la letra, y no ciertamente a la letra sagrada. Por
quedar siempre ligada al saber, en una relación hostil o amistosa, la fe
perpetúa la separación en la lucha para superarla: su fanatismo es el
signo de su falsedad, la admisión objetiva de que creer solamente
significa no creer más. La mala conciencia es su segunda naturaleza. En
la secreta conciencia del defecto por el cual se halla fatalmente
viciada, de la contradicción que es inmanente a ella, de querer hacer un
oficio de la conciliación, reside la causa por la cual toda honestidad
subjetiva de los creyentes ha sido siempre irascible y peligrosa. Los
horrores del hierro y del fuego, Contrarreforma y Reforma, no fueron los
excesos sino la realización del principio de la fe. La fe muestra
continuamente que posee el mismo carácter que la historia universal, a
la que quisiera dominar; en la época moderna se convierte incluso en su
instrumento favorito, en su astucia particular. Indetenible no es sólo
el iluminismo del siglo XVIII, como ha sido reconocido por Hegel, sino,
como nadie mejor que él lo ha sabido, el movimiento mismo del
pensamiento. En el conocimiento más ínfimo, así como en el más elevado,
se halla implícita la noción de su distancia respecto a la realidad, que
convierte al apologista en un mentiroso. La paradoja de la fe degenera
al fin en la estafa, en el mito del siglo XX, y su irracionalidad se
trasfigura en un sistema racional en manos de los absolutamente
iluminados, que guían ya a la sociedad hacia la barbarie.
Desde que el lenguaje entra en la historia sus amos
son sacerdotes y magos. Quien ofende los símbolos cae, en nombre de los
poderes sobrenaturales, en manos de los tribunales de los poderes
terrestres, representados por esos órganos agregados a la sociedad. Qué
aconteció antes es cosa que resulta oscura. El estremecimiento del que
nace el mana se hallaba ya sancionado, por lo menos por los más viejos
de la tribu, dondequiera que el mana aparezca en la etnología. El mana
fluido, heterogéneo, es consolidado y materializado con violencia por
los hombres. Rápidamente los magos pueblan cada aldea con emanaciones y
coordinan, de acuerdo con la multiplicidad de los dominios sacros, la
multiplicidad de los ritos. Los magos desarrollan, con el mundo de los
espíritus y sus características, el propio saber profesional y la propia
autoridad. Lo sacro se halla en relación con los magos y se transmite a
ellos. En las primeras fases, aún nómades, los miembros de la tribu
toman aún parte autónoma en la acción ejercida sobre el curso natural.
Los hombres hacen salir de las cuevas a las bestias salvajes, las
mujeres desarrollan el trabajo que puede realizarse sin un comando
rígido. Es imposible establecer cuánta violencia precedió al hábito
respecto a un orden tan sencillo. En tal orden el mundo se halla ya
dividido en una esfera del poder y en una esfera profana. En él el curso
natural como emanación del mana, se encuentra ya elevado a norma que
exige sumisión. Pero si el salvaje nómade, a pesar de todas las
sumisiones, tomaba aún parte en el encantamiento que delimitaba a éstas,
y se disfrazaba de bestia salvaje para sorprender a la bestia, en
épocas sucesivas el comercio con los espíritus y la sumisión se hallan
repartidos entre clases diferentes de la humanidad: el poder por un
lado, la obediencia por otro. Los procesos naturales, eternamente
iguales y recurrentes, son inculcados a los súbditos -por tribus
extranjeras o por los propios círculos dirigentes- como tiempo o
cadencia laboral, según el ritmo de las clavas o de los palillos que
resuena en todo tambor bárbaro, en todo monótono ritual. Los símbolos
toman el aspecto de fetiches. Su contenido, la repetición de la
naturaleza, se revela luego siempre como la permanencia -por ellos de
alguna forma representada- de la constricción social. El estremecimiento
objetivado en una imagen fija se convierte en emblema del dominio
consolidado de grupos privilegiados. Pero lo mismo vienen a ser también
los conceptos generales, incluso cuando se han liberado de todo aspecto
figurativo. La misma forma deductiva de la ciencia refleja coacción y
jerarquía. Así como las primeras categorías representaban indirectamente
la tribu organizada y su poder sobre el individuo aislado, del mismo
modo el entero orden lógico -dependencia, conexión, extensión y
combinación de los conceptos- está fundado sobre las relaciones
correspondientes de la realidad social, sobre la división del trabajo. (26)
Pero este carácter social de las formas del pensamiento no es, como lo
quiere Durkheim, expresión de solidaridad social, sino que atestigua en
cambio respecto a la impenetrable unidad de sociedad y dominio. El
dominio confiere mayor fuerza y consistencia a la totalidad social en la
que se establece. La división del trabajo, a la que el dominio da lugar
en el plano social, sirve a la totalidad dominada para autoconservarse.
Pero así la totalidad como tal, la actualización de la razón a ella
inmanente, se convierte de modo forzoso en la actualización de lo
particular. El dominio se opone a lo singular como universal, igual que
la razón en la realidad. El poder de todos los miembros de la sociedad
-a quienes, en cuanto tales, no les queda otro camino- se suma
continuamente, a través de la división del trabajo que les es impuesta,
en la realización de la totalidad, cuya racionalidad se ve a su vez
multiplicada. Lo que todos experimentan por obra de pocos se cumple
siempre como abuso de los individuos por parte de los muchos: y la
opresión de la sociedad tiene también el carácter de una opresión por
parte de lo colectivo. Es esta unidad de colectividad y dominio, y no la
universalidad social inmediata (la solidaridad), la que se deposita en
las formas del pensamiento. Los conceptos filosóficos con los que Platón
y Aristóteles explican y exponen el mundo, elevan, con su pretensión de
validez universal, las relaciones "fundadas" por ellos al grado de
verdadera realidad. Tales conceptos surgían, como dice Vico, (27)
de la plaza del mercado en Atenas, y reflejaban con igual pureza las
leyes de la física, la igualdad de los ciudadanos de pleno derecho y la
inferioridad de las mujeres, niños y esclavos. El lenguaje mismo
confería a las relaciones de dominio la universalidad que había asumido
como medio de comunicación una sociedad civil. El énfasis metafísico, la
sanción mediante ideas y normas no eran más que la hipóstasis de la
dureza exclusiva que los conceptos debían necesariamente asumir
dondequiera que la lengua unía la comunidad de los señores en ejercicio
del mando. Pero en esta función de reforzamiento del poder social del
lenguaje las ideas se convirtieron en tanto más superfluas cuanto más
crecía aquel poder, y el lenguaje científico les ha dado el golpe de
gracia. La sugestión -que tiene aún algo del espanto inspirado por el
fetiche- no residía tanto en la apología consciente. La unidad de
colectividad y dominio se torna patente más bien en la universalidad que
el contenido malo asume necesariamente en el lenguaje, sea metafísico o
científico. La apología metafísica delataba la injusticia de lo
existente por lo menos en la incongruencia del concepto y realidad. En
la imparcialidad del lenguaje científico la impotencia ha perdido por
completo la fuerza de expresión, y sólo lo existente halla allí su signo
neutral. Esta neutralidad es más metafísica que la metafísica.
Finalmente, el iluminismo ha devorado no sólo los símbolos, sino también
a sus sucesores, los conceptos universales, y de la metafísica no ha
dejado más que el miedo a lo colectivo del cual ésta ha nacido. A los
conceptos les ocurre frente al iluminismo lo mismo que a los rentiers
frente a los trusts industriales: ninguno de ellos puede sentirse
tranquilo. Si el positivismo lógico ha dado aún una chance a la chance,
el etnológico la equipara ya a la esencia. "Nos idées vagues de chance
et de quintessence sont de pâles survivances de cette notion beaucoup
plus riche", (28) o sea de la sustancia mágica.
El iluminismo, como nominalismo, se detiene delante
del nomen, del concepto no desarrollado, puntual, delante del nombre
propio. Ya no es posible establecer con certidumbre si, tal como ha sido
afirmado por algunos, (29) los
nombres propios eran originariamente también nombres genéricos; es
verdad que, de todas formas, aquellos no han compartido aun el destino
de estos últimos. La sustancialidad del yo -negada por Hume y Mach- no
es lo mismo que el nombre. En la religión judía, en la que la idea
patriarcal se levanta para destruir el mito, el vínculo entre nombre y
ser es aún reconocido en la prohibición de pronunciar el nombre de Dios.
El mundo desencantado del judaísmo concilia la magia negándola en la
idea de Dios. La religión judía no admite ninguna palabra que pueda
consolar la desesperación de todo lo que es mortal. Dicha religión
vincula una esperanza únicamente a la prohibición de invocar a Dios como
aquello que no es, lo finito como infinito, la mentira como verdad. La
prueba de salvación consiste en abstenerse de toda fe que sustituya a
ésa; el conocimiento es la denuncia de la ilusión. La negación, por lo
demás, no es abstracta. La negación indiscriminada de todo lo positivo,
la fórmula estereotipada de la nulidad, tal como es aplicada por el
budismo, pasa por sobre la prohibición de llamar a lo absoluto con un
nombre, no menos que su opuesto, el panteísmo, o que su caricatura, el
escepticismo burgués. Las explicaciones del mundo como nada o como todo
son mitologías, y las vías garantizadas para la redención, prácticas
mágicas sublimadas. La satisfacción de saber todo por anticipado y la
transfiguración de la negatividad en redención son formas falsas de
resistencia al engaño. El derecho de la imagen se ve salvado en la firme
ejecución de su prohibición. Esta ejecución, "negación determinada", (30)
no se halla garantizada a priori -por la soberana superioridad del
concepto abstracto- contra las seducciones de la intuición, como lo está
el escepticismo, que considera que tanto lo falso como lo verdadero son
nada. La negación determinada rechaza las representaciones imperfectas
de lo absoluto, los ídolos, no oponiéndoles, como el rigorismo, la idea
respecto a la cual no tienen vigencia. La dialéctica más bien hace ver
toda imagen como escritura, y enseña a leer en sus caracteres la
admisión de su falsedad, que la priva de su poder y se lo adjudica a la
verdad. De esta suerte el lenguaje se convierte en algo más que un
sistema de signos. En el concepto de negación determinada Hegel ha
indicado un elemento que distingue al iluminismo de la corrupción
positivista a la cual lo asimila. Pero al concluir él por elevar a
absoluto el resultado consabido del entero proceso de la negación, la
totalidad sistemática e histórica, contraviene la prohibición y cae a su
vez en la mitología.
Ello no le ha acontecido sólo a su filosofía como
apoteosis del pensamiento en constante progreso, sino al propio
iluminismo, a la sobriedad gracias a la cual cree distinguirse de Hegel y
de la metafísica en general. Porque el iluminismo es más totalitario
que ningún otro sistema. Su falsedad no reside en aquello que siempre le
han reprochado sus enemigos románticos -método analítico, reducción a
los elementos, reflexión disolvente-, sino en aquello por lo cual el
proceso se halla decidido por anticipado. Cuando en el operar matemático
lo desconocido se convierte en la incógnita de una ecuación, es ya
caracterizado como archiconocido aun antes de que se haya determinado su
valor. La naturaleza es, antes y después de la teoría de los cuantos,
aquello que resulta necesario concebir en términos matemáticos; incluso
aquello que no encaja perfectamente, lo irresoluble y lo irracional, es
asediado desde muy cerca por teoremas matemáticos. Identificando por
anticipado el mundo matematizado hasta el fondo con la verdad, el
iluminismo cree impedir con seguridad el retorno del mito. El iluminismo
identifica el pensamiento con las matemáticas. Por así decirlo, se
emancipa a las matemáticas, se las eleva hasta prestarles un carácter
absoluto. "Un mundo infinito, en este caso un mundo de idealidad, es
concebido en tal forma que sus objetos no se tornan accesibles para
nuestra conciencia singularmente, imperfectamente y como por azar; pero
un método racional, sistemáticamente unitario, termina por alcanzar, en
un progreso infinito, todo objeto en su pleno ser-en-sí... En la
matematización de la naturaleza cumplida por Galileo la naturaleza misma
resulta -bajo la guía de la nueva matemática- idealizada; se convierte
-en términos modernos- en una multiplicidad matemática." (31)
El pensamiento se reifica en un proceso automático que se desarrolla
por cuenta propia, compitiendo con la máquina que él mismo produce para
que finalmente lo pueda sustituir. El iluminismo (32)
ha desechado la exigencia clásica de pensar el pensamiento -de la cual
la filosofía de Fichte constituye el desarrollo radical-, porque tal
exigencia lo distrae del imperativo de guiar la praxis, que, por otro
lado, el propio Fichte deseaba realizar. El procedimiento matemático es
convertido, por así decirlo, en ritual del pensamiento. Pese a la
autolimitación axiomática, el procedimiento matemático se plantea como
necesario y objetivo: transforma al pensamiento en cosa, en instrumento,
tal como gustosamente lo llama. Pero mediante esta mimesis, por la que
el pensamiento queda nivelado con el mundo, lo que existe de hecho se ha
convertido hasta tal punto en lo único que incluso el ateísmo incurre
en la condena formulada contra la metafísica. Para el positivismo, que
ha sucedido como juez a la razón iluminada, internarse en mundos
inteligibles no es ya algo sencillamente prohibido, sino un charlataneo
sin sentido. Para su fortuna, el positivismo no tiene necesidad de ser
ateo, porque el pensamiento reificado no puede ni siquiera plantear la
cuestión. El censor positivista deja pasar de buena gana, igual que al
arte, al culto oficial, como un sector especial y extrateorético de
actividad social; a la negación, que se presenta con la pretensión de
ser conocimiento, nunca. La distancia del pensamiento respecto a la
tarea de ordenar lo que es, la salida del círculo predestinado de la
realidad, significa -para el espíritu científico- locura y
autodestrucción, tal como lo era para el mago primitivo la salida del
círculo mágico que ha trazado para el exorcismo; y en ambos casos se
toman las disposiciones necesarias para que la violación del tabú tenga
incluso en la realidad consecuencias dañosas para el sacrílego. El
dominio de la naturaleza traza el círculo en el que la crítica de la
razón pura ha encerrado al pensamiento. Kant unió la tesis de su
fatigoso e incesante progreso hasta el infinito con la insistencia
inflexible sobre su insuficiencia y eterna limitación. La respuesta que
ha dado es el veredicto de un oráculo. No hay ser en el mundo que no
pueda ser penetrado por la ciencia, pero aquello que puede ser penetrado
por la ciencia no es el ser. De tal suerte, según Kant, el juicio
filosófico mira a lo nuevo, pero no conoce nunca nada nuevo, puesto que
repite siempre sólo aquello que la razón ha puesto ya en el objeto. Pero
a este pensamiento, protegido y garantizado -en los diversos
departamentos de la ciencia- por los sueños de un visionario, le es
presentada luego la cuenta: el dominio universal sobre la naturaleza se
retuerce contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda más que ese
mismo, eternamente igual "yo pienso" que debe poder acompañar todas mis
representaciones. Sujeto y objeto se anulan entre sí. El Sí abstracto,
el derecho de registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que lo
abstracto material, que no cuenta con otra propiedad que la de servir de
sustrato a esta posesión. La ecuación de espíritu y mundo termina por
resolverse, pero sólo debido a que los dos miembros de ella se eliden
recíprocamente. En la reducción del pensamiento a la categoría de
aparato matemático se halla implícita la consagración del mundo como
medida de sí mismo. Lo que parece un triunfo de la racionalidad
objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es
pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos.
Comprender el dato como tal, no limitarse a leer en los datos sus
abstractas relaciones espaciotemporales, gracias a las cuales pueden ser
tomados y manejados, sino entenderlos en cambio como la superficie,
como momentos mediatos del concepto, que se cumplen sólo a través de la
explicación de su significado histórico, social y humano: toda
pretensión del conocimiento es abandonada. Puesto que el conocimiento no
consiste sólo en la percepción, en la clasificación y en el cálculo,
sino justamente en la negación determinante de lo que es inmediato.
Mientras que el formalismo matemático, cuyo instrumento es el número, la
forma más abstracta de lo inmediato, fija el pensamiento en la pura
inmediatez. Si da razón a lo que es de hecho, el conocimiento se limita a
su repetición, el pensamiento se reduce a tautología. Cuanto más se
enseñorea el aparato teórico de todo lo que existe, tanto más ciegamente
se limita a reproducirlo. De tal manera el iluminismo recae en la
mitología de la que nunca ha sabido liberarse. Pues la mitología había
reproducido como verdad, en sus configuraciones, la esencia de lo
existente (ciclo, destino, dominio del mundo), y había renunciado a la
esperanza. En la preñez de la imagen mítica, como en la claridad de la
fórmula científica, se halla confirmada la eternidad de lo que es de
hecho, y la realidad bruta es proclamada como el significado que oculta.
El mundo como gigantesco juicio analítico, el único que ha quedado de
todos los sueños de la ciencia, es de la misma índole que el mito
cósmico, que asociaba los acontecimientos de la primavera y del otoño
con el rapto de Perséfona. La unicidad del acontecimiento mítico, que
debía legitimar al de hecho, es un engaño. En el origen el rapto de la
diosa formaba una unidad inmediata con la muerte de la naturaleza. Se
repetía cada otoño, e incluso la repetición no constituía una serie de
acontecimientos separados, sino que cada vez era el mismo. Al
consolidarse la conciencia del tiempo, el acontecimiento fue relegado al
pasado como único, y se buscó aplacar ritualmente -recurriendo a lo que
había acontecido hacía muchísimo- el horror a la muerte en cada ciclo
estacional. Pero la separación es imponente. Una vez establecido aquel
pasado único, el ciclo asume carácter de inevitable, y el horror se
propaga desde lo antiguo tanto sobre el entero acaecer como sobre la
repetición pura y simple. La subyugación de todo lo que es de hecho, ya
sea por la prehistoria fabulosa, ya por el formalismo matemático, la
relación simbólica de lo actual con el acontecimiento mítico en el rito o
con la categoría abstracta en la ciencia, hace aparecer como
predeterminado a lo nuevo, que es así, en realidad, lo viejo. No es la
realidad la que carece de esperanza, sino el saber que -en el símbolo
fantástico o matemático- se apropia de la realidad como esquema y así la
perpetúa.
En el mundo iluminado la mitología ha atravesado y
traspasado lo profano. La realidad completamente depurada de demonios y
de sus últimos brotes conceptuales, asume, en su naturaleza esclarecida,
el carácter numinoso que la prehistoria asignaba a los demonios. Bajo
la etiqueta de los hechos en bruto la injusticia social de la cual éstos
nacen es consagrada hoy como algo eternamente inmutable, con tanta
seguridad como era santo e intocable el mago bajo la protección de sus
dioses. El extrañamiento de los hombres respecto a los objetos dominados
no es el único precio que se paga por el dominio; con la reificación
del espíritu han sido adulteradas también las relaciones internas entre
los hombres, incluso las de cada cual consigo mismo. El individuo se
reduce a un nudo o entrecruzamiento de reacciones y comportamientos
convencionales que se esperan prácticamente de él. El animismo había
vivificado las cosas; el industrialismo reifica las almas. Aun antes de
la planificación total, el aparato económico adjudica automáticamente a
las mercancías valores que deciden el comportamiento de los hombres. A
través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su
cultura, se inculcan al individuo los estilos obligados de conducta,
presentándolos como los únicos naturales, decorosos y razonables. El
individuo queda cada vez más determinado como cosa, como elemento
estadístico, como success or failure. Su criterio es la
autoconservación, el adecuamiento logrado o no a la objetividad de su
función y a los módulos que le han sido fijados. Todo el resto, la idea o
la criminalidad, aprende la fuerza de lo colectivo, que ejerce su
vigilancia desde la escuela hasta el sindicato. Pero incluso lo
colectivo amenazador es sólo una superficie falaz tras la cual se
ocultan los poderes que manipulan su violencia. Su brutalidad, que
mantiene a los individuos en su lugar, representa tan poco la verdadera
cualidad de los hombres, como el valor aquella de los objetos de
consumo. El aspecto satánicamente deformado que las cosas y los hombres
han asumido a la luz clara del conocimiento desprejuiciado, reconduce al
dominio, al principio que llevó ya a cabo la especificación del mana en
los espíritus y en las divinidades y que enviscaba la mirada en los
espejismos de los magos. La fatalidad, con la que la prehistoria
sancionaba la muerte incomprensible, entra en la realidad comprensible
sin residuos. El pánico meridiano, en el cual los hombres se daban
cuenta de súbito de la naturaleza como totalidad, tiene su
correspondencia en aquello que hoy está listo para estallar en cualquier
instante: los hombres aguardan que el mundo sin salida sea convertido
en llamas por una totalidad que son ellos mismos y sobre la cual nada
pueden.
El iluminismo experimenta un horror mítico por el
mito. Y advierte la presencia del mito no sólo en conceptos o términos
confusos, como cree la crítica semántica, sino en toda expresión humana
en cuanto ésta no tenga un puesto en el cuadro teleológico de la
autoconservación. La proposición spinoziana Conatus sese conservandi
primum et unicum virtutis est fundamentum (33)
constituye la verdadera máxima de toda civilización occidental, en la
cual se aplacan las divergencias religiosas y filosóficas de la
burguesía. El Sí, que después de la metódica extinción de todo signo
natural, concebido como mítico, no debía ser ya cuerpo ni sangre ni alma
ni tampoco yo natural, constituyó -sublimado como sujeto trascendental o
lógico- el punto de referencia de la razón, la instancia legisladora
del obrar. Quien confía en la vida directamente, sin relación racional
con la autoconservación, vuelve a caer, según el juicio del iluminismo y
del protestantismo, en la etapa prehistórica. El impulso es en sí
mítico, como la superstición; servir a un dios que no es postulado por
el Sí, resulta absurdo como la embriaguez. El progreso ha reservado la
misma suerte a ambas: a la adoración y a la caída en el ser
inmediatamente natural; ha lanzado la maldición sobre el olvido de sí,
en el pensamiento tanto como en el placer. El trabajo social de todo
individual es, en la economía burguesa, mediatizado gracias al principio
del Sí; debe restituir, a los unos el capital acrecentado, a los otros
la fuerza para el trabajo. Pero cuanto más se realiza el proceso de la
autoconservación a través de la división burguesa del trabajo, tanto más
dicho progreso exige la autoalienación de los individuos, que deben
adecuarse en cuerpo y alma a las exigencias del aparato técnico. A su
vez, el pensamiento iluminado no deja de tener esto en cuenta:
finalmente incluso el sujeto trascendental del conocimiento es en
apariencia liquidado como último recuerdo de la subjetividad, y
sustituido por el trabajo tanto más uniforme de los mecanismos
reguladores automáticos. La subjetividad se ha consagrado en la lógica
de reglas del juego, que aspirarían a ser arbitrarias sólo para poder
gobernar con menos perturbaciones. El positivismo, en fin, que no se ha
detenido ni siquiera ante la cosa más cerebral que se pueda imaginar -el
pensamiento-, ha acorralado incluso la última instancia intermediaria
entre la acción individual y la norma social. El proceso técnico, en el
que el sujeto se ha reificado después de haber sido cancelado de la
conciencia, es inmune tanto a la ambigüedad del pensamiento mítico como a
todo significado en general, porque la razón misma se ha convertido en
un simple accesorio del aparato económico omnicomprensivo. Desempeña el
papel de utensilio universal para la fabricación de todos los demás,
rígidamente adaptado a su fin, funesto como el obrar exactamente
calculado en la producción material, cuyo resultado para los hombres se
sustrae a todo cálculo. Se ha cumplido finalmente su vieja ambición de
ser el puro órgano de los fines. La exclusividad de las leyes lógicas
deriva de esta univocidad de la función, en última instancia del
carácter coactivo de la autoconservación, que concluye siempre de nuevo
en la elección entre supervivencia y ruina, reflejada aun en el
principio de que de dos proposiciones contradictorias sólo una es
verdadera y la otra es falsa. El formalismo de este principio y de toda
la lógica deriva de opacidad y de la confusión de los intereses en una
sociedad en la que la conservación de las formas y la de los individuos
coinciden sólo casualmente. La expulsión del pensamiento del ámbito de
la lógica ratifica, en el aula universitaria, la reificación del hombre
en la fábrica y la oficina. De tal forma el tabú se inviste incluso del
poder que lo formula, el iluminismo del espíritu que este es. Pero así
la naturaleza, que es la verdadera autoconservación, es desencadenada
por el proceso destinado a alejarla, tanto en el individuo como en el
destino colectivo de crisis y guerras. Se permanece en la teoría como
única norma, el ideal de la ciencia unificada, la praxis se somete a la
routine irresistible de la historia universal. El Sí totalmente en manos
de la civilización se convierte en un elemento de aquella inhumanidad a
la que la civilización ha tratado de sustraerse desde el comienzo. Se
realiza la angustia más antigua, la de perder el propio nombre. La
existencia puramente natural, animal y vegetativa, era para la
civilización el peligro absoluto. El comportamiento mimético, mítico y
metafísico aparecieron sucesivamente como eras superadas, y volver a
caer en el nivel de ellas era cosa asociada al terror de que el Sí
pudiese convertirse de nuevo en aquella naturaleza de la que se había
alejado con esfuerzo indecible y que le inspiraba justamente por ello un
indecible horror. El vivo recuerdo de la prehistoria, de las fases
nómades, y tanto más de las fases propiamente prepartriarcales, ha sido
extirpado de la conciencia de los hombres, en todos los milenios, con
las penas más tremendas. El espíritu iluminado ha sustituido el fuego y
la tortura por la marca impresa a toda irracionalidad debido a que
conduce a la ruina. El hedonismo era moderado y los extremos le
resultaban no menos sospechosos que a Aristóteles. El ideal burgués de
la adecuación a la naturaleza no se refiere a la naturaleza amorfa, sino
a la virtud del justo medio. Promiscuidad y ascesis, hambre y
abundancia, son, bien que antitéticas, inmediatamente idénticas como
fuerzas disolventes. A través de la subordinación de toda la vida a las
exigencias de su conservación, la minoría que manda garantiza, con la
propia seguridad, también la supervivencia del todo. Desde Homero hasta
los tiempos modernos, el espíritu dominante busca pasar entre la Scila
de la recaída en la reproducción simple y la Carybdis de la satisfacción
libre e incontrolada; siempre ha desconfiado de toda otra brújula que
no sea la del mal menor. Los neopaganos alemanes, administradores de la
psicología de guerra, dicen querer liberar el placer. Pero como en los
milenios han aprendido a odiarse bajo la presión del trabajo, en la
emancipación totalitaria el placer continúa siendo vulgar y mutilado por
el autodesprecio. El placer permanece sometido a la autoconservación,
tal como se lo había enseñando la razón, en el intervalo depuesta. En
las grandes mutaciones de la civilización occidental, desde la aparición
de la religión olímpica hasta el Renacimiento, la Reforma y el ateísmo
burgués, cada vez que nuevos pueblos o clases expulsaron más
decididamente al mito, el temor a la naturaleza incontrolada y
amenazadora, consecuencia de su misma materialización y objetivación,
fue degradado a superstición animista, y el dominio de la naturaleza
interior y exterior fue convertido en fin absoluto de la vida.
Finalmente, automatizada la autoconservación, la razón es abandonada por
los que han tomado su puesto en la guía de la producción, los cuales la
temen ahora en los desheredados. La esencia del iluminismo es la
alternativa, cuya ineluctabilidad es la del dominio. Los hombres habían
tenido siempre que elegir entre su sumisión a la naturaleza y la de la
naturaleza al Sí. Con la expansión de la economía mercantil burguesa el
oscuro horizonte del mito es aclarado por el sol de la ratio calculante,
bajo cuyos gélidos rayos maduran los brotes de la nueva barbarie. Bajo
la coacción del dominio el trabajo humano siempre se ha alejado más del
mito para recaer, bajo el dominio, siempre de nuevo en su poder.
En un relato homérico se halla expresado el nexo entre mito, dominio
y trabajo. El decimosegundo canto de la Odisea narra el paso ante las
sirenas. La tentación que éstas representan es la de perderse en el
pasado. Pero el héroe al que la tentación se dirige se ha convertido en
adulto mediante el sufrimiento. En la variedad de los pequeños mortales
en la cual ha debido conservarse se ha consolidado en él la unidad de la
vida individual, la identidad de la persona. Como agua, tierra y aire,
se escinden ante él los reinos del tiempo. La onda de aquello que fue
refluye de la roca del presente, y el futuro se extiende nuboso en el
horizonte. Lo que Odiseo ha dejado tras de sí entra en el reino de las
sombras: el Sí se halla aún tan cercano al mito primordial, del cual ha
salido con inmenso esfuerzo, que su mismo pasado, el pasado directamente
vivido, se transforma en pasado mítico. Odiseo trata de remediar esto
mediante un sólido ordenamiento del tiempo. El esquema tripartito debe
liberar el instante presente de la potencia del pasado, manteniendo a
éste tras el confín absoluto de lo irrecuperable, y poniéndolo, como
saber utilizable, a disposición de la hora. El impulso de salvar el
pasado como viviente, así como el de utilizarlo como materia del
progreso, se satisfacía sólo en el arte, al que pertenece también la
historia como representación de la vida pasada. En la medida en que el
arte renuncia a valer como conocimiento, excluyéndose así de la praxis,
es tolerado por la praxis social igual que el placer. Pero el canto de
las sirenas no se halla aún degradado y reducido a puro arte. Ellas
conocen "todo cuanto ocurre en la fértil tierra", (34)
y en particular, las acciones en que también Odiseo tomó parte, las
fatigas que "padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la
voluntad de los dioses". (35) Al
revocar directamente un pasado muy reciente, amenazan, con la
irresistible promesa de placer con que se anuncia y es escuchado su
canto, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a
cambio de su entera duración temporal. Quien cede a los artificios de
las sirenas está perdido, pues únicamente una constante presencia de
espíritu arranca a la existencia de la naturaleza. Si las sirenas saben
todo lo que acontece, piden en cambio el futuro, y la promesa del alegre
retorno es el engaño con que el pasado se adueña del nostálgico. Odiseo
es puesto en guardia por Circe, la diosa que retransforma a los hombres
en animales: él ha sabido resistírsele y ella, en compensación, lo pone
en condiciones de resistir a otras fuerzas de disolución. Pero la
tentación de las sirenas sigue siendo invencible, y nadie puede
sustraerse a ella si escucha el canto. La humanidad ha debido someterse a
un tratamiento espantoso para que naciese y se consolidase el Sí, el
carácter idéntico, práctico, viril del hombre, y algo de todo ello se
repite en cada infancia. El esfuerzo para mantener unido el yo abarca
todos los estadios del yo, y la tentación de perderlo ha estado siempre
unida a la ciega decisión de conservarlo. La ebriedad narcótica, que
hace expiar la euforia en la que el Sí permanece como suspendido en un
sueño similar a la muerte, es una de las antiquísimas instituciones
sociales que sirven de mediadoras entre la autoconservación y el
autoaniquilamiento, una tentativa del Sí para sobrevivirse a sí mismo.
La angustia de perder el Sí, y de anular con el Sí el confín entre sí
mismo y el resto de la vida, el miedo a la muerte y a la destrucción, se
halla estrechamente ligado a una promesa de felicidad por la que la
civilización se ha visto amenazada en todo instante. Su camino fue el de
la obediencia y el trabajo, sobre el cual la satisfacción brilla
eternamente como pura apariencia, como belleza impotente. El pensamiento
de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia
felicidad, sabe todo esto. Conoce sólo dos posibilidades de salida. Una
es la que prescribe a sus compañeros. Les tapa las orejas con cera y les
ordena remar con todas sus energías. Quien quiere perdurar y subsistir
no debe prestar oídos al llamado de lo irrevocable, y puede hacerlo sólo
en la medida en que no esté en condiciones de escuchar. Esto es lo que
la sociedad ha procurado siempre. Frescos y concentrados, los
trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a
los costados. El impulso que los induciría a desviarse es sublimado
-con rabiosa amargura- en esfuerzo ulterior. Se vuelven prácticos. La
otra posibilidad es la que elige Odiseo, el señor terrateniente, que
hace trabajar a los demás para sí. Él oye pero impotente, atado al
mástil de la nave, y cuanto mas fuerte resulta la tentación más fuerte
se hace atar, así como después también los burgueses se negarán con
mayor tenacidad la felicidad cuando -al crecer su poderío- la tengan al
alcance de la mano. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él, pues
no puede hacer otra cosa que señas con la cabeza para que lo desaten,
pero ya es demasiado tarde: sus compañeros, que no oyen nada, conocen
sólo el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil,
para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida la vida
del opresor, que no puede salir ya de su papel social. Los mismos
vínculos con los cuales se ha ligado irrevocablemente a la praxis
mantiene a las sirenas lejos de la praxis: su tentación es neutralizada
al convertírsela en puro objeto de contemplación, en arte. El encadenado
asiste a un concierto, inmóvil como los futuros escuchas, y su grito
apasionado, su pedido de liberación, mueren ya en un aplauso. Así el
goce artístico y el trabajo manual se separan a la salida de la
prehistoria. El epos contiene ya la teoría justa. El patrimonio cultural
se halla en exacta relación con el trabajo mandado, y uno y otro tienen
su fundamento en la condición ineluctable del dominio social sobre la
naturaleza.
Medidas como esas tomadas en la nave de Odiseo al
pasar frente a las sirenas constituyen una alegoría premonitoria de la
dialéctica del iluminismo. Así como la sustituibilidad es la medida del
dominio y como el más potente es aquel que puede hacerse representar en
el mayor número de operaciones, del mismo modo la sustituibilidad es el
instrumento del progreso y a la vez de la regresión. En las condiciones
dadas, la exención del trabajo significa también mutilación, y no sólo
para los desocupados, sino también para el polo social opuesto. Los
superiores experimentan la realidad, con la que ya no tienen
directamente relación, sólo como sustrato, y se petrifican enteramente
en el Sí que comanda. El primitivo sentía la cosa natural sólo como
objeto que huía a su deseo, "pero el señor, que ha colocado al siervo
entre la cosa y él, se vincula sólo con la dependencia de la cosa y la
goza simplemente; y abandona el lado de la independencia al siervo que
la trabaja". (36) Odiseo es
sustituido en el trabajo. Como no puede ceder a la tentación del
abandono de sí, carece también -en cuanto propietario- de la
participación en el trabajo, y, finalmente, también de su dirección,
mientras que por otro lado sus compañeros, por hallarse cercanos a las
cosas, no pueden gozar el trabajo, porque éste se cumple bajo
constricción, sin esperanza, con los sentidos violentamente obstruidos.
El esclavo permanece sometido en cuerpo y alma, el señor entra en
regresión. Ninguna forma de dominio ha sabido aún evitar este precio, y
la circularidad de la historia en su progreso halla su explicación en
este debilitamiento, que es el equivalente del poderío. Mientras
actitudes y conocimientos de la humanidad se van diferenciando gracias a
la división del trabajo, la humanidad retrocede hacia fases
antropológicamente más primitivas, puesto que la duración del dominio
comporta, con la facilitación técnica de la existencia, la fijación de
los instintos por obra de una fijación más fuerte. La fantasía se
deteriora. El mal no consiste en el retraso de los individuos respecto a
la sociedad o a la producción material. Donde la evolución de la
máquina se ha convertido ya en la del mecanismo de dominio, y la
tendencia técnica y social, estrechamente ligadas desde siempre,
convergen en la toma de posesión total del hombre, los atrasados no
representan sólo la falsedad. Viceversa, la adaptación a la potencia del
progreso -o al progreso de la potencia- implica siempre de nuevo esas
formaciones regresivas que hacen evidente el progreso de su contrario, y
no sólo en el progreso fracasado, sino también en el mismo progreso
logrado. La maldición del progreso constante es la incesante regresión.
Esta regresión no se limita a la experiencia del
mundo sensible, que está ligada a la proximidad física, sino que
concierne también al intelecto dueño de sí, que se separa de la
experiencia sensible para someterla. La unificación de la función
intelectual, por la que se cumple el dominio sobre los sentidos, la
reducción del pensamiento a la producción de uniformidad, implica el
empobrecimiento tanto del pensamiento como de la experiencia; la
separación de los dos campos deja a ambos humillados y disminuidos. En
la limitación del pensamiento a tareas administrativas y organizativas
practicada como superiores desde el astuto Odiseo hasta los ingenuos
directores generales, se halla ya implícita la obtusidad que ciega a los
grandes cuando ya no es sólo cuestión de manipular a los pequeños. El
espíritu se transforma de hecho en ese aparato de dominio y autodominio
que la filosofía burguesa, equivocándose, ha visto en él desde siempre.
La sordera, que ha caracterizado a los dóciles proletarios desde los
tiempos del mito, no representa ninguna ventaja respecto a la
inmovilidad del amo. De la inmadurez de los dominados vive la decadente
sociedad. Cuanto más complicado y más sutil es el aparato social,
económico y científico, al cual el sistema de producción ha adaptado
tiempo ha el cuerpo que lo sirve, tanto más pobres son las experiencias
de las que este cuerpo es capaz. La eliminación de las cualidades, su
traducción en funciones, pasa de la ciencia, a través de la
racionalización de los métodos de trabajo, al mundo perceptivo de los
pueblos, y asimila éste de nuevo al de los batracios. La regresión de
las masas consiste hoy en la incapacidad de oír con los propios oídos
aquello que aún no ha sido oído, de tocar con las propias manos algo que
aún no ha sido tocado, la nueva forma de ceguera que sustituye a toda
forma mítica vencida. Gracias a la mediación de la sociedad total, que
embiste contra todo impulso y relación, los hombres son reducidos de
nuevo a aquello contra lo cual se volvía el principio del Sí, la ley de
desarrollo de la sociedad: a simples seres genéricos, iguales entre sí
por aislamiento de la colectividad dirigida en forma coactiva. Los
remeros que no pueden hablar entre ellos se hallan esclavizados todos al
mismo ritmo, así como el obrero moderno en la fábrica, en el cine y en
el transporte. Son las concretas condiciones del trabajo en la sociedad
las que producen el conformismo, y no impulsos conscientes que
intervendrían para estupidizar a los hombres oprimidos y desviarlos de
la verdad. La impotencia de los trabajadores no es sólo una coartada de
los patrones, sino la consecuencia lógica de la sociedad industrial, en
la que se ha transformado finalmente el antiguo destino, a causa de los
esfuerzos hechos para sustraerse a él.
Pero esta necesidad lógica no es definitiva. Tal
necesidad se halla ligada al dominio, a la vez como su reflejo e
instrumento. Por lo cual su verdad no es menos problemática que lo que
su evidencia es ineluctable. Sin duda el pensamiento ha logrado siempre
determinar de nuevo su misma problematicidad. El pensamiento es el
siervo a quien el señor no puede detener según su placer. En cuanto al
dominio, desde que la humanidad se ha vuelto estable, y luego en la
economía mercantil, se ha objetivado en leyes y organizaciones, ha
debido a la vez limitarse. El instrumento se vuelve autónomo: la
instancia mediadora del espíritu atenúa, independientemente de la
voluntad de los amos, la inmediatez de la injusticia económica. Los
instrumentos del dominio, que todos deben aferrar -lenguaje, armas y
finalmente las máquinas-, deben dejarse aferrar por todos. Así, en el
dominio, el momento de la racionalidad se afirma además como diverso del
dominio. El carácter objetivo del instrumento, que lo torna
universalmente disponible, su "objetividad" para todos, implica ya la
crítica al dominio a cuyo servicio el pensamiento se ha desarrollado. A
lo largo del camino que va de la mitología a la logística el pensamiento
ha perdido el elemento de la reflexión-sobre-sí, y hoy la maquinaria
mutila a los hombres, a pesar de que los sustenta. Pero en la forma de
las máquinas la ratio extrañada se mueve hacia una sociedad que concilia
el aparato cristalizado en aparato material e intelectual con el ser
viviente liberado y lo refiere a la sociedad misma como a su sujeto
real. El origen particular del pensamiento y su perspectiva universal
han sido desde siempre inseparables. Hoy, con la transformación del
mundo en industria, la perspectiva de lo universal, la realización
social del pensamiento, se halla hasta tal punto próxima y accesible que
justamente a causa del tal perspectiva el pensamiento es negado, por
los mismos patrones, como mera ideología. Y muestra sólo la mala
conciencia de las camarillas en que se encarna al fin la necesidad
económica el hecho de que sus manifestaciones -desde las intuiciones del
Führer hasta "la visión dinámica del mundo"-, en neto contraste con la
apologética burguesa precedente, no insistan más en que sus propias
fechorías son consecuencias necesarias de leyes objetivas. Las mentiras
míticas de misión y destino, que ocupan el puesto de las leyes
objetivas, no expresan siquiera toda la falsedad: no son ya como antaño
las leyes objetivas del mercado, que se afirmaban en las acciones de los
empresarios y llevaban a la catástrofe, sino que es la decisión
consciente de los directores generales, como resultante que no tiene
nada que envidiar en términos de necesidad a los más ciegos mecanismos
de los precios, en cuanto a manejar el destino de la sociedad. Los
dominadores mismos no creen en ninguna necesidad objetiva, pese a que a
veces den tal nombre a sus maquinaciones. Se presentan como ingenieros
de la historia universal. Sólo los dominados toman como necesaria e
intocable la evolución que, a cada aumento decretado del nivel de vida,
los vuelve un poco más impotentes. Su reducción a puros objetos de
administración, que da forma anticipada a todos los sectores de la vida
moderna, incluso en el lenguaje y la percepción, proyecta frente a los
dominados una necesidad objetiva ante la cual éstos se creen impotentes.
La miseria como contraste de poder e impotencia crece hasta el infinito
junto con la capacidad de suprimir perdurablemente toda miseria. Para
todo individuo resulta impenetrable la selva de camarillas e
instituciones que, desde los supremos puestos de comando hasta la
economía de los rackets profesionales, propenden a la continuación
indefinida del statu quo.
El absurdo del estado en el cual el poder del
sistema sobre los hombres crece a cada paso en que los sustrae al poder
de la naturaleza denuncia como superada la razón de la sociedad
racional. Su necesidad es ilusoria, no menos que la libertad de los
empresarios, que acaba por revelar su carácter coactivo en sus
inevitables luchas y acomodamientos. Esta ilusión, en la que se pierde
la humanidad iluminada sin residuos, no puede ser disuelta por el
pensamiento que, como órgano del dominio, debe elegir entre mandar y
obedecer. Si no puede sustraerse al encantamiento al cual quedó ligado
en la prehistoria, llega sin embargo a reconocer, en la lógica de la
alternativa (coherencia y antinomia), mediante la cual se ha emancipado
radicalmente de la naturaleza, a esa misma naturaleza no conciliada y
alienada respecto a sí misma. El pensamiento, en el que el mecanismo
coactivo de la naturaleza se refleja y se perpetúa, refleja, justamente
en virtud de su coherencia irresistible, también a sí mismo como
naturaleza olvidada de sí, como mecanismo coactivo. Sin duda la facultad
de representación es sólo un instrumento. Mediante el pensamiento los
hombres se distancian de la naturaleza para tenerla frente a sí en la
posición desde la cual dominarla. Como la cosa, el instrumento material,
que se mantiene idéntico en situaciones diversas, y separa así el mundo
-caótico, multiforme y disparatado- de lo que es evidente, uno e
idéntico, el concepto es el instrumento ideal, que aferra todas las
cosas en el punto en que se pueden aferrar. Así como por lo demás el
pensamiento se vuelve ilusorio apenas quiere renegar de la función
separativa, de distancia y objetivación. Pero si el iluminismo tiene
razón contra toda hipóstasis de la utopía y proclama impasible al
dominio como escición, la fractura entre sujeto y objeto, que prohibe
llenar, se convierte en el index de la falsedad propia y de la verdad.
La condena de la superstición ha significado siempre, junto con el
progreso del dominio, también el desenmascaramiento de éste. El
iluminismo es más que iluminismo; la naturaleza se hace oír en su
extrañamiento. En la conciencia que el espíritu tiene en sí como
naturaleza dividida en sí, es la naturaleza quien se invoca a sí misma,
como en la prehistoria, pero no ya directamente con su presunto nombre,
que significa omnipotencia, como mana, sino algo como mutilado y ciego.
La condena natural consiste en el dominio de la naturaleza, sin el cual
no existiría espíritu. En la humildad en que éste se reconoce como
dominio y se retrata en la naturaleza se disuelve su pretensión de
dominio, que es la que lo esclaviza a la naturaleza. Aun cuando la
humanidad no puede detenerse en la fuga frente a la necesidad -en la
civilización y en el progreso- sin renunciar al conocimiento mismo, por
lo menos no ve ya en las vallas que erige contra la necesidad (las
instituciones, las prácticas del dominio, que desde el sometimiento de
la naturaleza se han vuelto siempre contra la sociedad) las promesas de
la libertad futura. Todo progreso de la civilización ha renovado, junto
con el dominio, también la perspectiva de mitigarlo. Pero mientras la
historia real se halla constituida por sufrimientos reales, que no
disminuyen de ningún modo en proporción al aumento de los medios para
abolirlos, la perspectiva puede contar para realizarse sólo con el
concepto. Dado que éste no se limita a distanciar, como ciencia, a los
hombres de la naturaleza, sino que además, como toma de conciencia de
ese mismo pensamiento que -en la forma de la ciencia- permanece ligado a
la ciega tendencia económica, permite medir la distancia que eterniza
la injusticia. Gracias a esta anamnesis de la naturaleza en el sujeto,
en el cumplimiento de la cual se halla la verdad desconocida de toda
cultura, el iluminismo se encuentra, como principio, en oposición al
dominio, y la invitación a detener el iluminismo resonó, incluso en los
tiempos de Vanini, (*) menos por temor a la ciencia exacta que por odio
al pensamiento indisciplinado que se libera del encantamiento de la
naturaleza en la medida en que se reconoce como el temblor de ésta ante
sí misma. Los sacerdotes siempre han vindicado al mana respecto al
iluminista que lo conciliaba experimentando horror por el horror que
llevaba ese nombre, y los augures del iluminismo fueron solidarios en la
hybris con los sacerdotes. El iluminismo burgués se había rendido a su
momento positivista mucho antes de Turgot y de d'Alembert. El iluminismo
burgués estuvo siempre expuesto a la tentación de cambiar la libertad
por el ejercicio de la autoconservación. La suspensión del concepto, ya
fuera en nombre del progreso o en el de la cultura -que secretamente se
habían puesto de acuerdo hacía tiempo contra la verdad-, ha dejado el
campo libre a la mentira. Mentira que -en un mundo que se dedicaba a
verificar protocolos y a custodiar la idea, degradada a "contribución"
de grandes pensadores, como una especie de slogan envejecido- no era ya
más distinguible de la verdad neutralizada como "patrimonio cultural".
Para reconocer el dominio, incluso dentro del pensamiento, como
naturaleza no conciliada, podría remover esa necesidad cuya eternidad ha
sido admitida incluso por el socialismo con demasiada rapidez, en
homenaje al common sense reaccionario. Al elevar la necesidad al
carácter de "base" para todos los tiempos venideros y al degradar al
espíritu -según el estilo idealista- al papel de cima suprema, el
socialismo ha conservado demasiado rígidamente la herencia de la
filosofía burguesa. De esa forma la relación de la necesidad con el
reino de la libertad sería puramente cuantitativa, mecánica, y la
naturaleza, alienada, como en la primera mitología, se convertiría en
totalitaria y terminaría por absorber a la libertad junto con el
socialismo. Al renunciar al pensamiento, que se venga, en su forma
reificada -como matemáticas, máquina, organización- del hombre olvidado
de sí mismo, el iluminismo ha renunciado a su propia realización. Al
disciplinar todo lo que es individual, el iluminismo ha dejado a la
totalidad incomprendida la libertad de retorcerse -como dominio sobre
las cosas- sobre el ser y sobre la conciencia de los hombres. Pero la
praxis subversiva depende de la intransigencia de la teoría respecto a
la inconsciencia con que la sociedad deja que el pensamiento se
endurezca. La realización no resulta difícil por sus presupuestos
materiales, por la técnica desencadenada como tal. Esta es la tesis de
los sociólogos, que buscan ahora un nuevo antídoto, tal vez de corte
colectivo, para solucionar la cuestión del antídoto. (37)
El responsable es un complejo social de enceguecimiento. El mítico
respeto científico de los pueblos hacia el dato que ellos mismos
producen continuamente termina por convertirse a su vez en un dato de
hecho, en la roca frente a la cual incluso la fantasía revolucionaria se
avergüenza de sí como utopismo y degenera en pasiva confianza en la
tendencia objetiva de la historia. Como órgano de esta adaptación, como
pura construcción de medios, el iluminismo es tan destructivo como lo
afirman sus enemigos románticos. El iluminismo se convierte en sí sólo
al denunciar el último compromiso con tales enemigos y al osar abolir el
falso absoluto, el principio del ciego dominio. El espíritu de esta
teoría intransigente podría llegar a invertir, para sus fines, el
espíritu inexorable del progreso. Espíritu cuyo heraldo, Bacon, ha
soñado con las mil cosas "que los reyes con todos sus tesoros no pueden
comprar, sobre las cuales su autoridad no pesa, de las que sus
informantes no pueden darles noticias". Tal como lo preveía, esas cosas
les han tocado a los burgueses, a los herederos iluminados del rey. Al
multiplicar la violencia a través de la mediación del mercado, la
economía burguesa ha multiplicado también sus propios bienes y sus
propias fuerzas hasta el punto de que ya no es necesario, para
administrarlas, no sólo de los reyes ni tampoco de los burgueses: basta
simplemente con todos. Todos aprenden, a través del poder de las cosas, a
desentenderse del poder. El iluminismo se realiza y se niega cuando los
fines prácticos más próximos se revelan como la lejanía alcanzada, y
las tierras "de las que sus informantes no pueden darles noticias", es
decir la naturaleza desconocida por la ciencia patronal, son recordadas
como las del origen. Hoy que la utopía de Bacon -"ser amos de la
naturaleza en la práctica"- se ha cumplido en escala terrestre, se torna
evidente la esencia de la constricción que él imputaba a la naturaleza
no dominada. Era el dominio mismo. Dominio tras cuya disolución puede ir
más allá el saber, en el cual indudablemente residía, según Bacon, "la
superioridad del hombre". Pero ante esta posibilidad el iluminismo al
servicio del presente se transforma en el engaño total de las masas.
La Industria Cultural
Iluminismo como mistificación de masas
La tesis sociológica de que la pérdida de sostén en
la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos
precapitalistas, la diferenciación técnica y social y el extremado
especialismo han dado lugar a un caos cultural, se ve cotidianamente
desmentida por los hechos. La civilización actual concede a todo un aire
de semejanza. Film, radio y semanarios constituyen un sistema. Cada
sector está armonizado en sí y todos entre ellos. Las manifestaciones
estéticas, incluso de los opositores políticos, celebran del mismo modo
el elogio del ritmo de acero. Los organismos decorativos de las
administraciones y las muestras industriales son poco diversas en los
países autoritarios y en los demás. Los tersos y colosales palacios que
se alzan por todas partes representan la pura racionalidad privada de
sentido de los grandes monopolios internacionales a los que tendía ya la
libre iniciativa desencadenada, que tiene en cambio sus monumentos en
los tétricos edificios de habitación o comerciales de las ciudades
desoladas. Ya las casas más viejas cerca de los centros de cemento
armado tienen aire de slums y los nuevos bungalows marginales a la
ciudad cantan ya -como las frágiles construcciones de las ferias
internacionales- las loas al progreso técnico, invitando a que se los
liquide, tras un rápido uso, como cajas de conserva. Pero los proyectos
urbanísticos que deberían perpetuar, en pequeñas habitaciones
higiénicas, al individuo como ser independiente, lo someten aun más
radicalmente a su antítesis, al poder total del capital. Como los
habitantes afluyen a los centros a fin de trabajar y divertirse, en
carácter de productores y consumidores, las células edilicias se
cristalizan sin solución de continuidad en complejos bien organizados.
La unidad visible de macrocosmo y microcosmo ilustra a los hombres sobre
el esquema de su civilización: la falsa identidad de universal y
particular. Cada civilización de masas en un sistema de economía
concentrada es idéntica y su esqueleto -la armadura conceptual fabricada
por el sistema- comienza a delinearse. Los dirigentes no están ya tan
interesados en esconderla; su autoridad se refuerza en la medida en que
es reconocida con mayor brutalidad. Film y radio no tienen ya más
necesidad de hacerse pasar por arte. La verdad de que no son más que
negocios les sirve de ideología, que debería legitimar los rechazos que
practican deliberadamente. Se autodefinen como industrias y las cifras
publicadas de las rentas de sus directores generales quitan toda duda
respecto a la necesidad social de sus productos.
Quienes tienen intereses en ella gustan explicar la
industria cultural en términos tecnológicos. La participación en tal
industria de millones de personas impondría métodos de reproducción que a
su vez conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares,
necesidades iguales sean satisfechas por productos standard. El
contraste técnico entre pocos centros de producción y una recepción
difusa exigiría, por la fuerza de las cosas, una organización y una
planificación por parte de los detentores. Los clichés habrían surgido
en un comienzo de la necesidad de los consumidores: sólo por ello
habrían sido aceptados sin oposición. Y en realidad es en este círculo
de manipulación y de necesidad donde la unidad del sistema se afianza
cada vez más. Pero no se dice que el ambiente en el que la técnica
conquista tanto poder sobre la sociedad es el poder de los
económicamente más fuertes sobre la sociedad misma. La racionalidad
técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter forzado
de la sociedad alienada de sí misma. Automóviles y films mantienen
unido el conjunto hasta que sus elementos niveladores repercuten sobre
la injusticia misma a la que servían. Por el momento la técnica de la
industria cultural ha llegado sólo a la igualación y a la producción en
serie, sacrificando aquello por lo cual la lógica de la obra se
distinguía de la del sistema social. Pero ello no es causa de una ley de
desarrollo de la técnica en cuanto tal, sino de su función en la
economía actual. La necesidad que podría acaso escapar al control
central es reprimida ya por el control de la conciencia individual. El
paso del teléfono a la radio ha separado claramente a las partes. El
teléfono, liberal, dejaba aun al oyente la parte de sujeto. La radio,
democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para remitirlos
autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas
estaciones. No se ha desarrollado ningún sistema de respuesta y las
transmisiones privadas son mantenidas en la clandestinidad. Estas se
limitan al mundo excéntrico de los "aficionados", que por añadidura
están aun organizados desde arriba. Pero todo resto de espontaneidad del
público en el ámbito de la radio oficial es rodeado y absorbido, en una
selección de tipo especialista, por cazadores de talento, competencias
ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo género. Los
talentos pertenecen a la industria incluso antes de que ésta los
presente: de otro modo no se adaptarían con tanta rapidez. La
constitución del público, que teóricamente y de hecho favorece al
sistema de la industria cultural, forma parte del sistema y no lo
disculpa. Cuando una branche artística procede según la misma receta de
otra, muy diversa en lo que respecta al contenido y a los medios
expresivos; cuando el nudo dramático de la soap-opera en la radio se
convierte en una ilustración pedagógica del mundo en el cual hay que
resolver dificultades técnicas, dominadas como jam al igual que en los
puntos culminantes de la vida del jazz, o cuando la "adaptación"
experimental de una frase de Beethoven se hace según el mismo esquema
con el que se lleva una novela de Tolstoy a un film, la apelación a los
deseos espontáneos del público se convierte en un pretexto
inconsistente. Más cercana a la realidad es la explicación que se basa
en el peso propio, en la fuerza de inercia del aparato técnico y
personal, que por lo demás debe ser considerado en cada uno de sus
detalles como parte del mecanismo económico de selección. A ello debe
agregarse el acuerdo o por lo menos la común determinación de los
dirigentes ejecutivos de no producir o admitir nada que no se asemeje a
sus propias mesas, a su concepto de consumidores y sobre todo a ellos
mismos.
Si la tendencia social objetiva de la época se
encarna en las intenciones subjetivas de los dirigentes supremos, éstos
pertenecen por su origen a los sectores más poderosos de la industria.
Los monopolios culturales son, en relación con ellos, débiles y
dependientes. Deben apresurarse a satisfacer a los verdaderamente
poderosos, para que su esfera en la sociedad de masas -cuyo particular
carácter de mercancía tiene ya demasiada relación con el liberalismo
acogedor y con los intelectuales judíos- no corra peligro. La
dependencia de la más poderosa sociedad de radiofonía respecto a la
industria eléctrica o la del cine respecto a la de las construcciones
navales, delimita la entera esfera, cuyos sectores aislados están
económicamente cointeresados y son interdependientes. Todo está tan
estrechamente próximo que la concentración del espíritu alcanza un
volumen que le permite traspasar los confines de las diversas empresas y
de los diversos sectores técnicos. La unidad desprejuiciada de la
industria cultural confirma la unidad -en formación- de la política. Las
distinciones enfáticas, como aquellas entre films de tipo a y b o entre
las historias de semanarios de distinto precio, no están fundadas en la
realidad, sino que sirven más bien para clasificar y organizar a los
consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio. Para todos hay
algo previsto, a fin de que nadie pueda escapar; las diferencias son
acuñadas y difundidas artificialmente. El hecho de ofrecer al público
una jerarquía de cualidades en serie sirve sólo para la cuantificación
más completa. Cada uno debe comportarse, por así decirlo,
espontáneamente, de acuerdo con su level determinado en forma anticipada
por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos de
masa que ha sido preparada para su tipo. Reducidos a material
estadístico, los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de
las oficinas administrativas (que no se distinguen prácticamente más de
las de propaganda) en grupos según los ingresos, en campos rosados,
verdes y azules.
El esquematismo del procedimiento se manifiesta en
que al fin los productos mecánicamente diferenciados se revelan como
iguales. El que las diferencias entre la serie Chrysler y la serie
General Motors son sustancialmente ilusorias es cosa que saben incluso
los niños que se enloquecen por ellas. Los precios y las desventajas
discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia
de competencia y de posibilidad de elección. Las cosas no son distintas
en lo que concierne a las producciones de la Warner Brothers y de la
Metro Goldwin Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y menos
caros de la colección de modelos de una misma firma, las diferencias se
reproducen más: en los automóviles no pasan de variantes en el número de
cilindros, en el volumen, en la novedad de los gadgets; en los films se
limitan a diferencias en el número de divos, en el despliegue de medios
técnicos, mano de obra, trajes y decorados, en el empleo de nuevas
fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor consiste en la dosis
de conspicuous production, de inversión exhibida. Las diferencias de
valor preestablecidas por la industria cultural no tienen nada que ver
con diferencias objetivas, con el significado de los productos. También
los medios técnicos tienden a una creciente uniformidad recíproca. La
televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que está siendo
retardada hasta que las partes interesadas se hayan puesto completamente
de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas pueden ser promovidas
hasta tal punto por el empobrecimiento de los materiales estéticos que
la identidad apenas velada de todos los productos de la industria
cultural podrá mañana triunfar abiertamente, como sarcástica realización
del sueño wagneriano de la "obra de arte total". El acuerdo de palabra,
música e imagen se logra con mucha mayor perfección que en Tristán, en
la medida en que los elementos sensibles, que se limitan a registrar la
superficie de la realidad social, son ya producidos según el mismo
proceso técnico de trabajo y expresan su unidad como su verdadero
contenido. Este proceso de trabajo integra a todos los elementos de la
producción, desde la trama de la novela preparada ya en vistas al film,
hasta el último efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido.
Imprimir con letras de fuego su omnipotencia -la de sus manos- en el
corazón de todos los desposeídos en busca de empleo es el significado de
todos los films, independientemente de la acción dramática que la
dirección de producciones escoge de vez en cuando.
Durante el tiempo libre el trabajador debe
orientarse sobre la unidad de la producción. La tarea que el
esquematismo kantiano había asignado aun a los sujetos -la de referir
por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales-
le es quitada al sujeto por la industria. La industria realiza el
esquematismo como el primer servicio para el cliente. Según Kant,
actuaba en el alma un mecanismo secreto que preparaba los datos
inmediatos para que se adaptasen al sistema de la pura razón. Hoy, el
enigma ha sido develado. Incluso si la planificación del mecanismo por
parte de aquellos que preparan los datos, la industria cultural, es
impuesta a ésta por el peso de una sociedad irracional -no obstante toda
racionalización-, esta tendencia fatal se transforma, al pasar a través
de las agencias de la industria, en la intencionalidad astuta que
caracteriza a esta última. Para el consumidor no hay nada por clasificar
que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de la producción. El
prosaico arte para el pueblo realiza ese idealismo fantástico que iba
demasiado lejos para el crítico. Todo viene de la conciencia: de la de
Dios en Malebranche y en Berkeley; en el arte de masas, de la dirección
terrena de la producción. No sólo los tipos de bailables, divos,
soap-operas retornan cíclicamente como entidades invariables, sino que
el contenido particular del espectáculo, lo que aparentemente cambia, es
a su vez deducido de aquéllos. Los detalles se tornan fungibles. La
breve sucesión de intervalos que ha resultado eficaz en un tema, el
fracaso temporario del héroe, que éste acepta deportivamente, los
saludables golpes que la hermosa recibe de las robustas manos del galán,
los modales rudos de éste con la heredera pervertida, son, como todos
los detalles, clichés, para emplear a gusto aquí y allá, enteramente
definidos cada vez por el papel que desempeñan en el esquema. Confirmar
el esquema, mientras lo componen, constituye toda la realidad de los
detalles. En un film se puede siempre saber en seguida cómo terminará,
quién será recompensado, castigado u olvidado; para no hablar de la
música ligera, en la que el oído preparado puede adivinar la
continuación desde los primeros compases y sentirse feliz cuando llega.
El número medio de palabras de la short story es intocable. Incluso los
gags, los efectos, son calculados y planificados. Son administrados por
expertos especiales y su escasa variedad hace que se los pueda
distribuir administrativamente. La industria cultural se ha desarrollado
con el primado del efecto, del exploit tangible, del detalle sobre la
obra, que una vez era conductora de la idea y que ha sido liquidada
junto con ésta. El detalle, al emanciparse, se había tornado rebelde y
se había erigido -desde el romanticismo hasta el expresionismo- en
expresión desencadenada, en exponente de la revolución contra la
organización. El efecto armónico aislado había cancelado en la música la
conciencia de la totalidad formal; en pintura el color particular se
había sobrepuesto a la composición del cuadro; la penetración
psicológica dominaba sobre la arquitectura de la novela. A ello pone fin
con su totalidad la industria cultural. Al no reconocer más que a los
detalles, acaba con la insubordinación de éstos y los somete a la
fórmula que ha tomado el lugar de la obra. La industria cultural trata
de la misma forma al todo y a las partes. El todo se opone, en forma
despiadada o incoherente, a los detalles, un poco como la carrera de un
hombre de éxito, a quien todo debe servirle de ilustración y prueba,
mientras que la misma carrera no es más que la suma de esos
acontecimientos idiotas. La llamada idea general es un mapa catastral y
crea un orden, pero ninguna conexión. Privados de oposición y de
conexión, el todo y los detalles poseen los mismos rasgos. Su armonía
garantizada desde el comienzo es la caricatura de aquella otra
-conquistada- de la obra maestra burguesa. En Alemania, en los films más
despreocupados del período democrático, reinaba ya la paz sepulcral de
la dictadura.
El mundo entero es pasado por el cedazo de la
industria cultural. La vieja esperanza del espectador cinematográfico,
para quien la calle parece la continuación del espectáculo que acaba de
dejar, debido a que éste quiere precisamente reproducir con exactitud el
mundo perceptivo de todos los días, se ha convertido en el criterio de
la producción. Cuanto más completa e integral sea la duplicación de los
objetos empíricos por parte de las técnicas cinematográficas, tanto más
fácil resulta hacer creer que el mundo exterior es la simple
prolongación del que se presenta en el film. A partir de la brusca
introducción del elemento sonoro el proceso de reproducción mecánica ha
pasado enteramente al servicio de este propósito. El ideal consiste en
que la vida no pueda distinguirse más de los films. El film superando en
gran medida al teatro ilusionista, no deja a la fantasía ni al pensar
de los espectadores dimensión alguna en la que puedan moverse por su
propia cuenta sin perder el hilo, con lo que adiestra a sus propias
víctimas para identificarlo inmediatamente con la realidad. La atrofia
de la imaginación y de la espontaneidad del consumidor cultural
contemporáneo no tiene necesidad de ser manejada según mecanismos
psicológicos. Los productos mismos, a partir del más típico, el film
sonoro, paralizan tales facultades mediante su misma constitución
objetiva. Tales productos están hechos de forma tal que su percepción
adecuada exige rapidez de intuición, dotes de observación, competencia
específica, pero prohibe también la actividad mental del espectador, si
éste no quiere perder los hechos que le pasan rápidamente delante. Es
una tensión tan automática que casi no tiene necesidad de ser
actualizada para excluir la imaginación. Quien está de tal forma absorto
en el universo del film, en los gestos, imágenes y palabras, que carece
de la capacidad de agregar a éstos aquello por lo que podrían ser
tales, no por ello se encontrará en el momento de la exhibición sumido
por completo en los efectos particulares del espectáculo que contempla. A
través de todos los otros films y productos culturales que
necesariamente debe conocer, han llegado a serle tan familiares las
pruebas de atención requeridas que se le producen automáticamente. La
violencia de la sociedad industrial obra sobre los hombres de una vez
por todas. Los productos de la industria cultural pueden ser consumidos
rápidamente incluso en estado de distracción. Pero cada uno de ellos es
un modelo del gigantesco mecanismo económico que mantiene a todos bajo
presión desde el comienzo, en el trabajo y en el descanso que se le
asemeja. De cada film sonoro, de cada transmisión radial, se puede
deducir aquello que no se podría atribuir como efecto a ninguno de ellos
aisladamente, pero sí al conjunto de todos en la sociedad.
Inevitablemente, cada manifestación aislada de la industria cultural
reproduce a los hombres tal como aquello en que ya los ha convertido la
entera industria cultural. Y todos los agentes de la industria cultural,
desde el productor hasta las asociaciones femeninas, velan para que el
proceso de la reproducción simple del espíritu no conduzca en modo
alguno a una reproducción enriquecida.
Las quejas de los historiadores del arte y de los abogados de la
cultura respecto a la extinción de la energía estilística en Occidente
son pavorosamente infundadas. La traducción estereotipada de todo,
incluso de aquello que aún no ha sido pensado, dentro del esquema de la
reproductibilidad mecánica, supera en rigor y validez a todo verdadero
estilo, concepto este con el que los amigos de la cultura idealizan
-como "orgánico"- al pasado precapitalista. Ningún Palestrina hubiera
podido expeler la disonancia no preparada y no resuelta con el purismo
con el que un arrangeur de música de jazz elimina hoy toda cadencia que
no se adecue perfectamente a su jerga. Cuando adapta a Mozart no se
limita a modificarlo allí donde es demasiado serio o demasiado difícil,
sino también donde armonizaba la melodía en forma diversa -y acaso con
más sencillez- de lo que se usa hoy. Ningún constructor de iglesias
medieval hubiera inspeccionado los temas de los vitrales y de las
esculturas con la desconfianza con que la dirección del estudio
cinematográfico examina un tema de Balzac o de Víctor Hugo antes de que
éste obtenga el imprimatur que le permitirá continuar adelante. Ningún
capítulo habría asignado a las caras diabólicas y las penas de los
condenados su justo puesto en el orden del sumo amor con el escrúpulo
con el que la dirección de producción se lo asigna a la tortura del
héroe o a la sucinta pollera de la leading lady en la letanía del film
de éxito. El catálogo explícito e implícito, exotérico y esotérico de lo
prohibido y de lo tolerado, no se limita a circunscribir un sector
libre, sino que lo domina y lo controla desde la superficie hasta el
fondo. Incluso los detalles mínimos son modelados según sus normas. La
industria cultural, a través de sus prohibiciones, fija positivamente
-al igual que su antítesis, el arte de vanguardia- un lenguaje suyo, con
una sintaxis y un léxico propios. La necesidad permanente de nuevos
efectos, que quedan sin embargo ligados al viejo esquema, no hace más
que aumentar, como regla supletoria, la autoridad de lo ordenado, a la
que cada efecto particular querría sustraerse. Todo lo que aparece es
sometido a un sello tan profundo que al final no aparece ya nada que no
lleve por anticipado el signo de la jerga y que no demuestre ser, a
primera vista, aprobado y reconocido. Pero los matadores (38)
-productores o reproductores- son aquellos que hablan la jerga con
tanta facilidad, libertad y alegría, como si fuese la lengua que ha
vencido desde hace tiempo al silencio. Es el ideal de la naturaleza en
la industria, que se afirma tanto más imperiosamente cuanto la técnica
perfeccionada reduce más la tensión entre imagen y vida cotidiana. La
paradoja de la routine disfrazada de naturaleza se advierte en todas las
manifestaciones de la industria cultural, y en muchas se deja tocar con
la mano. Un ejecutante de jazz que debe tocar un trozo de música seria,
el más simple minuet de Beethoven, lo sincopa involuntariamente y sólo
accede a tocar las notas preliminares con una sonrisa de superioridad.
Esta "naturaleza", complicada por las instancias siempre presentes y
desarrolladas hasta el exceso del medio específico, constituye el nuevo
estilo, es decir, "un sistema de no-cultura, al que se le podría
reconocer una cierta 'unidad estilística', si se concede que tiene
sentido hablar de una barbarie estilizada". (39)
La fuerza universalmente vinculante de esta
estilización supera ya a la de las prohibiciones y prescripciones
oficiosas; hoy se perdona con más facilidad a un motivo que no se atenga
a los treinta y dos compases que contenga aunque sea el más secreto
detalle melódico o armónico extraño al idioma. Todas las violaciones de
los hábitos del oficio cometidas por Orson Welles le son perdonadas,
porque -incluyendo las incorrecciones- no hacen más que reforzar y
confirmar la validez del sistema. La obligación del idioma técnicamente
condicionado que actores y directores deben producir como naturaleza, a
fin de que la nación pueda hacerlo suyo, se refiere a matices tan
sutiles que alcanzan casi el refinamiento de los medios de una obra de
vanguardia, medios con los cuales esta última, a diferencia de aquélla,
sirve a la verdad. La rara capacidad para obedecer minuciosamente a las
exigencias del idioma de la naturaleza en todos los sectores de la
industria cultural se convierte en el criterio de la habilidad y de la
competencia. Todo lo que se dice y la forma en que es dicho debe poder
ser controlado en relación con el lenguaje cotidiano, como ocurre en el
positivismo lógico. Los productores son expertos. El idioma exige una
fuerza productiva excepcional, que absorbe y consume enteramente y que
ha superado la distinción -predilecta de la teoría conservadora de la
cultura- entre estilo genuino y artificial. Como artificial podría ser
definido un estilo impreso desde el exterior sobre los impulsos
reluctantes de la figura. Pero en la industria cultural, la materia,
hasta en sus últimos elementos, es originada por el mismo aparato que
produce la jerga en que se resuelve. Las diferencias que se producen
entre el "especialista artístico" y el sponsor y el censor a propósito
de una mentira demasiado increíble no son en realidad testimonio de una
tensión estética interna sino más bien de una divergencia de intereses.
La renommée del especialista -en la que a veces se refugia un último
resto de autonomía objetiva- entra en conflicto con la política
comercial de aquellos que producen la mercancía cultural. Pero la cosa,
en su esencia, está reificada como viable aun antes de que se llegue al
conflicto. Aun antes de que Zanuck la comprase, la santa Bernadette
brillaba en el campo visivo de su autor como una réclame para todos los
consorcios interesados. Tal es lo que queda de los impulsos autónomos de
la obra. Y he ahí por qué el estilo de la industria cultural, que no
necesita afirmarse en la resistencia de la materia, es al mismo tiempo
la negación del estilo. La conciliación de lo universal y lo particular,
regla e instancia específica del objeto -cuya realización es conditio
sine qua non de la sustancia y el peso del estilo-, carece de valor
porque no determina ya ninguna tensión entre los dos polos: los extremos
que se tocan quedan traspasados en una turbia identidad, lo universal
puede sustituir a lo particular y viceversa.
Sin embargo, esta caricatura del estilo dice algo
sobre el estilo auténtico del pasado. El concepto de estilo auténtico
queda desenmascarado en la industria cultural como equivalente estético
del dominio. La idea del estilo como coherencia puramente estética es
una proyección retrospectiva de los románticos. En la unidad del estilo
-no sólo del Medioevo cristiano sino también del Renacimiento- se
expresa la estructura diversa de la violencia social, y no la oscura
experiencia de los dominados, en la que se encerraba lo universal. Los
grandes artistas no fueron nunca quienes encarnaron el estilo en la
forma más pura y perfecta, sino quienes acogieron en la propia obra al
estilo como rigor respecto a la expresión caótica del sufrimiento, como
verdad negativa. En el estilo de las obras la expresión conquistaba la
fuerza sin la cual la existencia pasa desoída. Incluso las obras tenidas
por clásicas, como la música de Mozart, contienen tendencias objetivas
en contraste con su estilo. Hasta Schönberg y Picasso, los grandes
artistas han conservado su desconfianza hacia el estilo y -en todo lo
que es decisivo- se han atenido menos al estilo que a la lógica del
objeto. Lo que expresionistas y dadistas afirmaban polémicamente, la
falsedad del estilo como tal, triunfa hoy en la jerga canora del
crooner, en la gracia relamida de la star y, en fin, en la magistral
imagen fotográfica de la choza miserable del trabajador manual. En toda
obra de arte el estilo es una promesa. En la medida en que lo que se
expresa entra a través del estilo en las formas dominantes de la
universalidad, en el lenguaje musical, pictórico, verbal, debería
reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. Esta promesa de
la obra de arte -de fundar la verdad a través de la inserción de la
figura en las formas socialmente transmitidas- es a la vez necesaria e
hipócrita. Tal promesa pone como absoluto las formas reales de lo
existente, pretendiendo anticipar su realización en sus derivados
estéticos. En este sentido, la pretensión del arte es siempre también
ideología. Por otra parte, el arte puede hallar una expresión para el
sufrimiento sólo al enfrentarse con la tradición que se deposita en el
estilo. En la obra de arte, en efecto, el momento mediante el cual
trasciende la realidad resulta inseparable del estilo: pero no consiste
en la armonía realizada, en la problemática unidad de forma y contenido,
interior y exterior, individuo y sociedad, sino en los rasgos en los
que aflora la discrepancia, en el necesario fracaso de la tensión
apasionada hacia la identidad. En lugar de exponerse a este fracaso, en
el que el estilo de la gran obra de arte se ha visto siempre negado, la
obra mediocre ha preferido siempre semejarse a las otras, se ha
contentado con el sustituto de la identidad. La industria cultural, en
suma, absolutiza la imitación. Reducida a puro estilo, traiciona el
secreto de éste, o sea, declara su obediencia a la jerarquía social. La
barbarie estética ejecuta hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones
espirituales desde el día en que empezaron a ser recogidas y
neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha sido siempre algo
contra la cultura. El denominador común "cultura" contiene ya
virtualmente la toma de posesión, el encasillamiento, la clasificación,
que entrega la cultura al reino de la administración. Sólo la subsunción
industrializada, radical y consecuente, está en pleno acuerdo con este
concepto de cultura. Al subordinar de la misma forma todos los aspectos
de la producción espiritual al fin único de cerrar los sentidos de los
hombres -desde la salida de la fábrica por la noche hasta el regreso
frente al reloj de control la mañana siguiente- mediante los sellos del
proceso de trabajo que ellos mismos deben alimentar durante la jornada,
la industria cultural pone en práctica sarcásticamente el concepto de
cultura orgánica que los filósofos de la personalidad oponían a la
masificación.
De tal suerte la industria cultural, el estilo más
inflexible de todos, se revela como meta justamente de aquel liberalismo
al que se le reprochaba falta de estilo. No se trata sólo de que sus
categorías y sus contenidos hayan surgido de la esfera liberal, del
naturalismo domesticado como de la opereta y de la revista, sino que
incluso los modernos trusts culturales constituyen el lugar económico
donde continúa sobreviviendo provisoriamente -con los tipos
correspondientes de empresarios- una parte de la esfera tradicional de
la circulación en curso de demolición en el resto de la sociedad. Aquí
se puede hacer aún fortuna, con tal de que no se sea demasiado exigente y
se esté dispuesto a los acuerdos. Lo que resiste sólo puede sobrevivir
enquistándose. Una vez que lo que resiste ha sido registrado en sus
diferencias por parte de la industria cultural, forma parte ya de ella,
tal como el reformador agrario se incorpora al capitalismo. La rebelión
que rinde homenaje a la realidad se convierte en la marca de fábrica de
quien tiene una nueva idea para aportar a la industria. La esfera
pública de la sociedad actual no deja pasar ninguna acusación
perceptible en cuyo tono los de oído fino no adviertan ya la autoridad
bajo cuyo signo el révolté se reconcilia con ellos. Cuanto más
inconmensurable se torna el abismo entre el coro y los solistas más
puesto hay entre estos últimos para quien sepa dar testimonio de su
propia superioridad mediante una originalidad bien organizada. De tal
suerte, incluso en la industria cultural, sobrevive la tendencia del
liberalismo de dejar paso libre a los capaces. La función de abrir
camino a estos virtuosos se mantiene aún hoy en un mercado ampliamente
regulado en todo otro sentido, mercado en el que en los buenos tiempos
la única libertad que se permitía al arte era la de morir de hambre. No
por azar surgió el sistema de la industria cultural en los países
industriales más liberales, así como es en ellos donde han triunfado
todos sus medios característicos, el cine, la radio, el jazz y los
magazines. Es cierto que su desarrollo progresivo surgía necesariamente
de las leyes generales del capital. Gaumont y Pathé, Ullstein y
Hugenberg habían seguido con éxito la tendencia internacional; la
dependencia de Europa respecto a los Estados Unidos -después de la
primera guerra mundial y de la inflación- hizo el resto. Creer que la
barbarie de la industria cultural constituye una consecuencia del
cultural lag, del atraso de la conciencia norteamericana respecto al
estado alcanzado por la técnica, es pura ilusión. Era la Europa
prefascista la que estaba atrasada en relación con la tendencia hacia el
monopolio cultural. Pero justamente gracias a este atraso conservaba el
espíritu un resto de autonomía. En Alemania la insuficiencia del
control democrático sobre la vida civil había surtido efectos
paradójicos. Mucho se sustraía al mecanismo del mercado, que se había
desencadenado en los países occidentales. El sistema educativo alemán,
incluyendo las universidades, los teatros con carácter de guías en el
plano artístico, las grandes orquestas, los museos, se hallaban bajo
protección. Los poderes políticos, estado y comunas, que habían recibido
estas instituciones en herencia del absolutismo, les habían dejado su
parte de aquella independencia respecto a las relaciones, fuerza
explícita en el mercado que les había sido concedida a pesar de todo
hasta fines del siglo XIX por los príncipes y señores feudales. Ello
reforzó la posición del arte burgués tardío contra el veredicto de la
oferta y la demanda, y favoreció su resistencia mucho más allá de la
protección acordada. Incluso en el mercado el homenaje a la calidad
todavía no traducible en valor corriente se resolvía en poder de
adquisición, gracias a lo cual dignos editores literarios y musicales
podían ocuparse de autores que no atraían más que la estima de los
entendidos. Sólo la obligación de inscribirse continuamente -bajo las
amenazas más graves- como experto estético en la vida industrial ha
esclavizado definitivamente al artista. En una época firmaban sus
cartas, como Kant y Hume, calificándose de "siervos humildísimos",
mientras minaban las bases del trono y del altar. Hoy se tutean con los
jefes de estado y están sometidos, en lo que respecta a todos sus
impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados. El análisis
cumplido por Tocqueville hace cien años se ha cumplido plenamente. Bajo
el monopolio privado de la cultura acontece realmente que "la tiranía
deja libre el cuerpo y embiste directamente contra el alma. El amo no
dice más: debes pensar como yo o morir. Dice: eres libre de no pensar
como yo, tu vida, tus bienes, todo te será dejado, pero a partir de este
momento eres un intruso entre nosotros". (40)
Quien no se adapta resulta víctima de una impotencia espiritual del
aislado. Excluido de la industria, es fácil convencerlo de su
insuficiencia. Mientras que en la producción material el mecanismo de la
oferta y la demanda se halla ya en vías de disolución, continúa
operando en la superestructura como control que beneficia a los amos.
Los consumidores son los obreros y empleados, farmers y pequeños
burgueses. La totalidad de las instituciones existentes los aprisiona de
tal forma en cuerpo y alma que se someten sin resistencia a todo lo que
se les ofrece. Y como los dominados han tomado siempre la moral que les
venía de los señores con mucha más seriedad que estos últimos, así hoy
las masas engañadas creen en el mito del éxito aun más que los
afortunados. Las masas tienen lo que quieren y reclaman obstinadamente
la ideología mediante la cual se las esclaviza. La funesta adhesión del
pueblo al mal que se le hace llega incluso a anticipar la sabiduría de
las presiones y supera el rigor de la Hays Office. Esa adhesión sostiene
a Mickey Rooney contra la trágica Garbo. La industria se adapta a tales
pedidos. Lo que representa un pasivo para la firma aislada, que a veces
no puede explotar hasta el fin el contrato con la estrella en
declinación, constituye un costo razonable para el sistema en total. Al
ratificar astutamente los pedidos de relevos, inaugura la armonía total.
Juicio crítico y competencia son prohibidos como presunción de quien se
cree superior a los otros, en una cultura democrática que reparte sus
privilegios entre todos. Frente a la tregua ideológica, el conformismo
de los consumidores, así como la impudicia de la producción que éstos
mantienen en vida, conquista una buena conciencia. Tal conformismo se
contenta con la eterna repetición de lo mismo.
La eterna repetición de lo mismo regula también la
relación con el pasado. La novedad del estadio de la cultura de masas
respecto al liberal tardío consiste en la exclusión de lo nuevo. La
máquina rueda sur place. Cuando llega al punto de determinar el consumo,
descarta como riesgo inútil lo que aun no ha sido experimentado. Los
cineastas consideran con sospecha todo manuscrito tras el cual no haya
ya un tranquilizador best seller. Justamente por eso se habla siempre de
idea, novelty y surprise, de algo que a la vez sea archiconocido y no
haya existido nunca. Para eso sirven el ritmo y el dinamismo. Nada debe
quedar como estaba, todo debe correr continuamente, estar en movimiento.
Porque sólo el universal triunfo del ritmo de producción y reproducción
mecánica garantiza que nada cambia, que no surge nada sorprendente. Los
agregados al inventario cultural experimentado son demasiado
arriesgados y azarosos. Los tipos formales congelados, como sketch,
short story, film de tesis, canción, son el prototipo, y
amenazadoramente octroyé, del gusto liberal tardío. Los dirigentes de
las empresas culturales, que proceden de acuerdo entre sí como si fueran
un solo manager, han racionalizado desde hace tiempo el espíritu
objetivo. Es como si un tribunal omnipresente hubiese examinado el
material y establecido el catálogo oficial de los bienes culturales, que
ilustra brevemente sobre las series disponibles. Las ideas se hallan
inscriptas en el cielo de la cultura, en el cual ya numeradas, incluso
convertidas en números, inmutables, habían sido encerrados por Platón.
El amusement, todos los elementos de la industria
cultural, existían mucho antes que ésta. Ahora son retomados desde lo
alto y llevados al nivel de los tiempos. La industria cultural puede
jactarse de haber actuado con energía y de haber erigido como principio
la trasposición -a menudo torpe- del arte a la esfera del consumo, de
haber liberado al amusement de sus ingenuidades más molestas y de haber
mejorado la confección de las mercancías. Cuanto más total ha llegado a
ser, cuanto más despiadadamente ha obligado a todo outsider a quebrar o a
entrar en la corporación, tanto más fina se ha vuelto, hasta terminar
en una síntesis de Beethoven con el Casino de París. Su triunfo es
doble: lo que gasta fuera de sí como verdad puede reproducirlo a placer
dentro de sí como mentira. El arte "ligero" como tal, la distracción, no
es una forma morbosa y degenerada. Quien lo acusa de traición respecto
al ideal de la pura expresión se hace ilusiones respecto a la sociedad.
La pureza del arte burgués, que se ha hipostatizado como reino de la
libertad en oposición a la praxis material, ha sido pagada desde el
principio con la exclusión de la clase inferior, a cuya causa -la
verdadera universalidad- el arte sigue siendo fiel justamente gracias a
la libertad respecto a los fines de la falsa libertad. El arte serio se
ha negado a aquellos para quienes la necesidad y la presión del sistema
convierten a la seriedad en una burla, y que por necesidad se sienten
contentos cuando pueden transcurrir pasivamente el tiempo que no están
atados a la rueda. El arte "ligero" ha acompañado como una sombra al
arte autónomo. El arte "ligero" es la mala conciencia social del arte
serio. Lo que el arte serio debía perder en términos de verdad en base a
sus premisas sociales confiere al arte "ligero" una apariencia de
legitimidad. La verdad reside en la escisión misma, que expresa por lo
menos la negatividad de la cultura que constituyen, sumándose, las dos
esferas. En modo alguno se deja conciliar la antítesis cuando se acoge
al arte ligero en el serio o viceversa. Justamente esto es lo que trata
de hacer la industria cultural. La excentricidad del circo, del
panopticum y del burdel respecto a la sociedad le molesta tanto como la
de Schönberg y de Karl Krauss. Así Benny Goodman es acompañado por el
cuarteto de Budapest y toca con ritmo más pedante que un clarinetista de
orquesta filarmónica, mientras que los integrantes del cuarteto tocan
en la misma forma lisa y vertical y con la misma dulzonería con que lo
hace Guy Lombardo. Lo notable no es la crasa incultura, la torpeza o la
estupidez. Los rechazos de antaño han sido liquidados por la industria
cultural gracias a su misma perfección, la prohibición y la
domesticación del dilettantismo, aun cuando cometa continuamente gaffes
enormes, inseparables de la idea misma de un nivel "sostenido". Pero lo
nuevo consiste en que elementos inconciliables de la cultura, arte y
diversión, sean reducidos mediante la subordinación final a un solo
falso denominador: la totalidad de la industria cultural. Ésta consiste
en la repetición. No es cosa extrínseca al sistema el hecho de que sus
innovaciones típicas consistan siempre y únicamente en mejoramientos de
la reproducción en masa. Con razón el interés de los innumerables
consumidores va por entero hacia la técnica y no hacia los contenidos
rígidamente repetidos, íntimamente vacuos y ya medio abandonados. El
poder social adorado por los espectadores se expresa con más validez en
la omnipresencia del estereotipo realizada e impuesta por la técnica que
en las ideologías viejas de las que deben responder los efímeros
contenidos.
No obstante, la industria cultural sigue siendo la
industria de la diversión. Su poder sobre los consumidores es mediado
por el amusement, que al fin es anulado no por un mero diktat, sino por
la hostilidad inherente al principio mismo del amusement. Dado que la
transfusión de todas las tendencias de la industria cultural a la carne y
a la sangre del público se cumple a través del entero proceso social,
la supervivencia del mercado en este sector obra en el sentido de
promover ulteriormente dichas tendencias. La demanda no se halla aun
sustituida por la pura obediencia. Hasta tal punto es verdad esto que la
gran reorganización del cine en vísperas de la primera guerra mundial
-condición material de su expansión- consistió justamente en una
adaptación consciente a las necesidades del público calculadas según las
cifras de boletería, dato que en los tiempos de los pioneers de la
pantalla no se soñaba siquiera en tomar en consideración. A los magnates
del cine, que hacen siempre pruebas sobre sus ejemplos (sobre sus
éxitos más o menos clamorosos) y nunca, sabiamente, sobre el ejemplo
contrario, sobre la verdad, les parece así incluso hoy. Su ideología son
los negocios. En todo ello es verdadero que la fuerza de la industria
cultural reside en su unidad con la necesidad producida y no en el
conflicto con ésta, ya sea a causa de la omnipotencia o de la
impotencia. El amusement es la prolongación del trabajo bajo el
capitalismo tardío. Es buscado por quien quiere sustraerse al proceso
del trabajo mecanizado para ponerse de nuevo en condiciones de poder
afrontarlo. Pero al mismo tiempo la mecanización ha conquistado tanto
poder sobre el hombre durante el tiempo libre y sobre su felicidad,
determina tan íntegramente la fabricación de los productos para
distraerse, que el hombre no tiene acceso más que a las copias y a las
reproducciones del proceso de trabajo mismo. El supuesto contenido no es
más que una pálida fachada; lo que se imprime es la sucesión automática
de operaciones reguladas. Sólo se puede escapar al proceso de trabajo
en la fábrica y en la oficina adecuándose a él en el ocio. De ello sufre
incurablemente todo amusement. El placer se petrifica en aburrimiento,
pues, para que siga siendo placer, no debe costar esfuerzos y debe por
lo tanto moverse estrechamente a lo largo de los rieles de las
asociaciones habituales. El espectador no debe trabajar con su propia
cabeza: toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es
cuidadosamente evitada. Los desarrollos deben surgir en la medida de lo
posible de las situaciones inmediatamente anteriores, y no de la idea
del conjunto. No hay conflicto que resista al celo de los colaboradores
para extraer de cada escena todo lo que puede dar. Por último aparece
como peligroso incluso el esquema, en la medida en que ha instituido
aunque sea un pobre contexto significativo, dado que sólo se acepta la
falta de significado. A menudo, en medio de la tarea, es malignamente
rechazada la continuación que los caracteres y la historia exigían según
el plan primitivo. En su lugar se adopta, como paso inmediato, la idea
aparentemente más eficaz que los escenaristas encuentran cada vez para
la situación dada. Una sorpresa mal escogida irrumpe en la materia
cinematográfica. La tendencia del producto a volver malignamente al puro
absurdo, de que participaba legítimamente el arte popular y la payasada
hasta Chaplin y los hermanos Marx, aparece en la forma más evidente en
los géneros menos cuidados. Mientras los films de Greer Garson y Bette
Davis extraen aun de la unidad del caso psicológico-social algo parecido
a la pretensión de una acción coherente, la tendencia al absurdo se ha
impuesto plenamente en el texto del novelty song, en el film amarillo y
en los dibujos animados. La idea misma -como los objetos de lo cómico y
de lo horrible- es despedazada. Los novelty songs han vivido siempre del
desprecio respecto al significado, que -precursores y sucesores del
psicoanálisis- reducen a la unidad indistinta del simbolismo sexual. En
los films policiales y de aventuras no se concede ya hoy al espectador
que asista a una clarificación progresiva. Debe contentarse -incluso en
las producciones no irónicas del género- con el resplandor de
situaciones ya casi carentes de conexión necesaria entre ellas.
Los dibujos animados eran en una época exponentes
de la fantasía contra el racionalismo. Hacían justicia a los animales y a
las cosas electrizados por su técnica, pues pese a mutilarlos les
conferían una segunda vida. Ahora no hacen más que confirmar la victoria
de la razón tecnológica sobre la verdad. Hace algunos años tenían una
acción coherente, que se disolvía sólo en los últimos minutos en el
ritmo endiablado de los acontecimientos. Su desarrollo se asemejaba en
esto al viejo esquema de la slapstick comedy. Pero ahora las relaciones
de tiempo han cambiado. En las primeras secuencias del dibujo animado se
anuncia un tema de acción sobre el cual se ejercitará la destrucción:
entre los aplausos del público el protagonista es golpeado por todos
como una pelota. De tal forma la cantidad de la diversión organizada se
transfiere a la calidad de la ferocidad organizada. Los censores
autodesignados de la industria cinematográfica, unidos a ésta por una
afinidad electiva, vigilan la duración del delito prolongado como
espectáculo divertido. La hilaridad quiebra el placer que podría
proporcionar, en apariencia, la visión del abrazo, y remite la
satisfacción al día del pogrom. Si los dibujos animados tienen otro
efecto fuera del de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmo, es el de
martillar en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato
continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual es la
condición de vida en esta sociedad. El pato Donald en los dibujos
animados como los desdichados en la realidad reciben sus puntapiés a fin
de que los espectadores se habitúen a los suyos.
El placer de la violencia hecha al personaje se
convierte en violencia contra el espectador, la diversión se convierte
en tensión. Al ojo fatigado no debe escapar nada que los expertos hayan
elegido como estimulante, no hay que mostrar jamás asombro ante la
astucia de la representación, hay que manifestar siempre esa rapidez en
la reacción que el tema expone y recomienda. Así resulta por lo menos
dudoso que la industria cultural cumpla con la tarea de divertir de la
que abiertamente se jacta. Si la mayor parte de las radios y de los
cines callasen, es sumamente probable que los consumidores no sentirían
en exceso su falta. Ya el paso de la calle al cine no introduce más en
el sueño, y si las instituciones dejasen durante un cierto período de
obligar a que se lo usase, el impulso a utilizarlo luego no sería tan
fuerte. Este cierre no sería un reaccionario "asalto a las máquinas". No
serían tanto los fanáticos quienes se sentirían desilusionados como
aquellos que, por lo demás, nos llevan siempre a las mismas, es decir,
los atrasados. Para el ama de casa la oscuridad del cine -a pesar de los
films destinados a integrarla ulteriormente- representa un refugio
donde puede permanecer sentada durante un par de horas en paz, como
antaño, cuando había aun departamentos y noches de fiesta y se quedaba
en la ventana mirando hacia afuera. Los desocupados de los grandes
centros encuentran fresco en verano y calor en invierno en los locales
con la temperatura regulada. En ningún otro sentido el hinchado sistema
de la industria de las diversiones hace la vida más humana para los
hombres. La idea de "agotar" las posibilidades técnicas dadas, de
utilizar plenamente las capacidades existentes para el consumo estético
de masa, forma parte del sistema económico que rechaza la utilización de
las capacidades cuando se trata de eliminar el hambre.
La industria cultural defrauda continuamente a sus
consumidores respecto a aquello que les promete. El pagaré sobre el
placer emitido por la acción y la presentación es prorrogado
indefinidamente: la promesa a la que el espectáculo en realidad se
reduce significa malignamente que no se llega jamás al quid, que el
huésped debe contentarse con la lectura del menú. Al deseo suscitado por
los espléndidos nombres e imágenes se le sirve al final sólo el elogio
de la gris routine a la que éste procuraba escapar. Las obras de arte no
consistían en exhibiciones sexuales. Pero al representar la privación
como algo negativo revocaban, por así decir, la humillación del instinto
y salvaban lo que había sido negado. Tal es el secreto de la
sublimación estética: representar el cumplimiento a través de su misma
negación. La industria cultural no sublima, sino que reprime y sofoca.
Al exponer siempre de nuevo el objeto del deseo, el seno en el sweater o
el torso desnudo del héroe deportivo, no hace más que excitar el placer
preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, se ha
convertido desde hace tiempo en puramente masoquista. No hay situación
erótica que no una a la alusión y a la excitación la advertencia precisa
de que no se debe jamás llegar a ese punto. La Hays Office no hace más
que confirmar el ritual que la industria cultural se ha fijado para sí
misma: el de Tántalo. Las obras de arte son ascéticas y sin pudores; la
industria cultural es pornográfica y prude. De tal suerte convierte el
amor en historieta. Y así se deja pasar mucho, hasta el libertinaje como
especialidad corriente, en pequeñas dosis y con la etiqueta de daring.
La producción en serie del sexo pone en práctica automáticamente su
represión. El astro del cual habría que enamorarse es a priori, en su
ubicuidad, una copia de sí mismo. Toda voz de tenor suena exactamente
como un disco de Caruso y las caras de las muchachas de Texas se
asemejan ya al natural a los modelos triunfantes según los cuales serían
clasificadas en Hollywood. La reproducción mecánica de lo bello -que la
exaltación reaccionaria de la cultura favorece fatalmente con su
idolatría sistemática de la individualidad- no deja ningún lugar para la
inconsciente a la que estaba ligada lo bello. El triunfo sobre lo bello
es cumplido por el humor, por el placer que se experimenta ante la
vista de cada privación lograda. Se ríe del hecho de que no hay nada de
que reír. La risa, serena o terrible, marca siempre el momento en que se
desvanece un miedo. La risa anuncia la liberación, ya sea respecto al
peligro físico, ya respecto a las redes de la lógica. La risa serena es
como el eco de la liberación respecto al poder; el terrible vence el
miedo alineándose con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder
como fuerza ineluctable. El fun es un baño reconfortante. La industria
de las diversiones lo recomienda continuamente. En ella la risa se
convierte en un instrumento de la estafa respecto a la felicidad. Los
momentos de felicidad no conocen la risa; sólo las operetas y luego los
films presentan al sexo con risas. Pero Baudelaire carece de humor al
igual que Hölderlin. En la falsa sociedad la risa ha herido a la
felicidad como una lepra y la arrastra a su totalidad insignificante.
Reírse de algo es siempre burlarse; la vida que, según Bergson, rompe la
corteza endurecida, es en realidad la irrupción de la barbarie, la
afirmación de sí que en la asociación social celebra su liberación de
todo escrúpulo. Lo colectivo de los que ríen es la parodia de la
humanidad. Son mónadas, cada una de las cuales se abandona a la
voluptuosidad de estar dispuesta a todo, a expensas de todas las otras.
En tal armonía proporcionan la caricatura de la solidaridad. En la risa
falsa es diabólico justamente el hecho de que ésta pueda parodiar
victoriosamente incluso lo mejor: la conciliación. Pero el placer es
severo: res severa verum gaudium. La ideología de los conventos, de que
no es la ascesis sino el acto sexual lo que implica renuncia a la
felicidad accesible, se ve confirmada en forma negativa por la seriedad
del amante que en un presagio suspende su vida ante el instante que
huye. La industria cultural pone la frustración jovial en el puesto del
dolor presente tanto en la ebriedad como en la ascesis. La ley suprema
es que sus súbditos no alcancen jamás aquello que desean, y justamente
con ello deben reír y contentarse. La frustración permanente impuesta
por la civilización es enseñada y demostrada a sus víctimas en cada acto
de la industria cultural, sin posibilidad de equívocos. Ofrecer a tales
víctimas algo y privarlas de ello es un solo y mismo acto. Ese es el
efecto de todo el aparato erótico. Todo gira en torno al coito,
justamente porque éste no puede cumplirse jamás. Admitir en un film una
acción ilegítima sin que los culpables padezcan el justo castigo está
prohibido con mayor severidad aun que -supongamos- el futuro yerno del
millonario desarrolle una actividad en el movimiento obrero. En
contraste con la era liberal, la cultura industrializada, como la
fascista, puede concederse el desdén hacia el capitalismo, pero no la
renuncia a la amenaza de castración. Tal amenaza constituye la esencia
íntegra de la cultura industrializada. Lo decisivo hoy no es ya más el
puritanismo -aunque éste continúe haciéndose valer bajo la forma de las
asociaciones femeninas-, sino la necesidad intrínseca al sistema de no
dar al consumidor jamás la sensación de que sea posible oponer
resistencia. El principio impone presentar al consumidor todas las
necesidades como si pudiesen ser satisfechas por la industria cultural,
pero también organizar esas necesidades en forma tal que el consumidor
aprenda a través de ellas que es sólo y siempre un eterno consumidor, un
objeto de la industria cultural. La industria cultural no sólo le hace
comprender que su engaño residiría en el cumplimiento de lo prometido,
sino que además debe contentarse con lo que se le ofrece. La evasión
respecto a la vida cotidiana que la industria cultural, en todos sus
ramos, promete procurar es como el rapto de la hija en la historieta
norteamericana: el padre mismo sostiene la escalera en la oscuridad. La
industria cultural vuelve a proporcionar como paraíso la vida cotidiana.
Escape y elopement están destinados a priori a reconducir al punto de
partida. La distracción promueve la resignación que quiere olvidarse en
la primera.
El amusement por completo emancipado no sólo sería
la antítesis del arte, sino también el extremo que toca a éste. El
absurdo à la Mark Twain, hacia el que a veces hace insinuaciones la
industria cultural norteamericana, podría ser un correctivo del arte. El
amusement, cuanto más se toma en serio su contradicción con la
realidad, más se asemeja a la seriedad de lo real a que se opone; cuanto
más trata de desarrollarse puramente a partir de su propia ley formal,
tanto mayor es el esfuerzo de comprensión que exige, mientras que su fin
era justamente negar el peso del esfuerzo y del trabajo. En muchos
film-revista y sobre todo en la farsa y en los funnies relampaguea por
momentos la posibilidad misma de esta negación. A cuya realización, por
lo demás, no es lícito llegar. La pura diversión en su lógica, el
despreocupado abandono a las más variadas asociaciones y felices
absurdos, están excluidos de la diversión corriente, por causa del
sustituto de un significado coherente que la industria cultural se
obstina en añadir a sus producciones, mientras por otro lado, guiñando
el ojo, trata a tal significado como simple pretexto para la aparición
de los divos. Asuntos biográficos y similares sirven para unir los
trozos de absurdo en una historia idiota: en ella no tintinea el gorro
de cascabeles del loco, sino el mazo de llaves de la razón actual, que
vincula -incluso en la imagen- también el placer a los fines del
progreso. Cada beso en el film-revista debe contribuir al éxito del
boxeador o del experto en canciones cuya carrera es exaltada. Por lo
tanto, el engaño no reside en el hecho de que la industria cultural
prepare distracción, sino en que arruina el placer al quedar
deliberadamente ligada a los clichés ideológicos de la cultura en curso
de liquidación. La ética y el buen gusto prohiben por "ingenuo" al
amusement incontrolado (la ingenuidad no es menos mal vista por el
intelectualismo) y limitan incluso las capacidades técnicas. La
industria cultural es corrupta no como Babel del pecado sino como templo
del placer elevado. En todos sus niveles, desde Hemingway hasta Emil
Ludwig, desde Mrs. Niniver hasta Lone Ranger, desde Toscanini a Guy
Lombardo, la mentira es inherente a un espíritu que la industria
cultural recibe ya terminado del arte y de la ciencia. Retiene restos de
lo mejor en los rasgos que la aproximan al circo, en el atrevimiento
obstinadamente insensato de los acróbatas y clowns, en la "defensa y
justificación del arte físico frente al arte espiritual". (41)
Pero los últimos refugios de este virtuosismo sin alma, que personifica
a lo humano contra el mecanismo social, son despiadadamente limpiados
por una razón planificadora que obliga a todo a declarar su función y su
significado. Tal razón elimina lo que abajo carece de sentido como en
lo alto el significado de las obras de arte.
La fusión actual de cultura y distracción no se
cumple sólo como depravación de la cultura, sino también como
espiritualización forzada de la distracción, lo cual es evidente ya en
el hecho de que se asiste a ella casi exclusivamente como reproducción:
como cinefotografía o como audición radial. En la época de la expansión
liberal el amusement vivía de la fe intacta en el futuro: si las cosas
hubieran seguido así, todo hubiese andado mejor. Hoy la fe vuelve a
espiritualizarse; se torna tan sutil como para perder de vista toda meta
y reducirse al fondo dorado que es proyectado tras la realidad. La fe
se compone de los acentos de valor con los que, en perfecto acuerdo con
la vida misma, son investidos una vez más en el espectáculo el tipo
hábil, el ingeniero, la muchacha dinámica, la falta de escrúpulos
disfrazada de carácter, los intereses deportivos y hasta los automóviles
y los cigarrillos, incluso cuando el espectáculo no se hace por cuenta
de la publicidad de las firmas interesadas, sino por la del sistema en
su totalidad. El amusement mismo se alinea entre los ideales, toma el
lugar de los bienes elevados que expulsa definitivamente de la cabeza de
las masas repitiéndolos en forma aun más estereotipadas que las frases
publicitarias pagadas por los interesados. La interioridad, la forma
subjetivamente limitada de la verdad, ha estado siempre -mucho más que
lo que se imagina- sujeta a los patrones externos. La industria cultural
la reduce a mentira evidente. Ya sólo se la siente como retórica, que
se acepta como agregado penosamente agradable, en best-sellers
religiosos, films psicológicos y women serials, para poder dominar con
más certeza en la vida de los propios impulsos humanos. En este sentido
el amusement realiza la purificación de las pasiones que Aristóteles
atribuía ya a la tragedia, y Mortimer Adler asigna en realidad al film.
Al igual que respecto al estilo, la industria cultural descubre también
la verdad sobre la catarsis.
Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la
industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las
necesidades del consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas,
suprimir incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí
ningún límite. Pero tal tendencia es inmanente al principio mismo
-burgués e iluminado- del amusement. Si la necesidad de amusement ha
sido producida en gran medida por la industria que hacía la réclame del
producto mediante una oleografía sobre la avidez reproducida y,
viceversa, la del polvo para budín mediante la reproducción del budín,
siempre se ha podido advertir en el amusement la manipulación comercial,
el sales talk, la voz del vendedor de feria. Pero la afinidad
originaria de negocios y amusement aparece en el significado mismo de
este último: la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de
acuerdo. El amusement sólo es posible en cuanto se aisla y se separa de
la totalidad del proceso social, en cuanto renuncia absurdamente desde
el principio a la pretensión ineluctable de toda obra, hasta de la más
insignificante: la de reflejar en su limitación el todo. Divertirse
significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor
incluso allí donde es mostrado. En la base de la diversión está la
impotencia. Es en efecto fuga pero no -como pretende- fuga de la
realidad mala, sino fuga respecto al último pensamiento de resistencia
que la realidad puede haber dejado aún. La liberación prometida por el
amusement es la del pensamiento como negación. La impudicia de la
exclamación retórica, "¡mira lo que la gente quiere!", reside en el
hecho de referirse como a seres pensantes respecto a las mismas
criaturas a las que, por tarea específica, se las debe arrancar de la
subjetividad. Y si a veces el público se rebela contra la industria de
la diversión, se trata sólo de la pasividad -vuelta coherente- a la que
ésta lo ha habituado. No obstante, la tarea de mantener a la expectativa
se ha convertido cada vez en más difícil. La estupidización progresiva
debe marchar al mismo paso que el progreso de la inteligencia. En la
época de la estadística las masas son demasiado maliciosas para
identificarse con el millonario que aparece en la pantalla y demasiado
obtusas para permitirse la más mínima desviación respecto a la ley de
los grandes números. La ideología se esconde en el cálculo de las
probabilidades. La fortuna no beneficiará a todos, pero sí al jugador
afortunado o más bien a aquel que sea designado por un poder superior,
por lo general la misma industria de las diversiones, que es presentada
como buscando asiduamente al merecedor. Los personajes descubiertos por
los cazadores de talento y lanzados luego por el estudio cinematográfico
son los tipos ideales de la nueva clase media dependiente. La starlet
debe simbolizar a la empleada, pero en forma tal que para ella -a
diferencia de la verdadera empleada- el abrigo de noche parezca hecho de
medida. De tal suerte la starlet no se limita a fijar para la
espectadora la posibilidad de que también ella aparezca en la pantalla,
sino también con mayor nitidez la distancia que hay entre las dos. Sólo
una puede tener la gran chance, sólo uno es famoso, y pese a que todos
matemáticamente tienen la misma probabilidad, tal posibilidad es sin
embargo para cada uno tan mínima que hará bien en borrarla en seguida y
alegrarse de la fortuna del otro, que muy bien podría ser él y que
empero no lo es jamás. Cuando la industria cultural invita aun a una
identificación ingenua ésta se ve rápidamente desmentida. Para nadie es
ya lícito olvidar. En un tiempo el espectador de films veía sus propias
bodas en las del otro. Ahora los felices de la pantalla son ejemplares
de la misma especie que cualquiera del público, pero con esta igualdad
queda planteada la insuperable separación de los elementos humanos. La
perfecta similitud es la absoluta diferencia. La identidad de la especie
prohibe la de los casos. La industria cultural ha realizado
pérfidamente al hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello por
lo cual puede sustituir a los otros: fungible, un ejemplar. Él mismo
como individuo es lo absolutamente sustituible, la pura nada, y ello es
lo que comienza a experimentar cuando con el tiempo pierde la semejanza.
Así se modifica la estructura íntima de la religión del éxito a la que
por lo demás se presta minuciosa obediencia. En lugar del camino per
aspera ad astra, que implica dificultad y esfuerzo, cada vez más se
insinúa el premio. El elemento de ceguera en la decisión ordinaria
respecto al song que se volverá célebre o respecto a la comparsa
adaptada al papel de heroína, es exaltado por la ideología. Los films
subrayan el azar. Al exigir la ideología la igualdad esencial de los
personajes, con la excepción del malo, hasta llegar a la exclusión de
las fisonomías reluctantes (tal como aquellas que, como la de la Garbo,
no tienen aire de dejarse apostrofar con un hello, sister), torna a
primera vista la vida más fácil para los espectadores, a quienes se
asegura que no tienen necesidad de ser distintos de lo que son y que
podrían tener un éxito comparable, sin que se pretenda de ellos aquello
de lo que se saben incapaces. Pero al mismo tiempo se les hace entender
que incluso el esfuerzo carecería de sentido, pues la misma fortuna
burguesa no tiene ya relación alguna con el efecto calculable del
trabajo. En el fondo todos reconocen al azar, por el que uno hace
fortuna, como la otra cara de la planificación. Justamente debido a que
las fuerzas de la sociedad han alcanzado ya un grado tal de racionalidad
que cualquiera podría ser ya ingeniero o manager, resulta por completo
irracional, inmotivado, el hecho de quién sea aquel al que la sociedad
le presta la preparación y la confianza necesarias para el desempeño de
tales funciones. Azar y planificación se tornan idénticos, pues frente a
la igualdad de los hombres la fortuna o el infortunio del individuo,
hasta en los planos más elevados, ha perdido todo significado económico.
El azar mismo es planificado: no se trata de que se lo haga recaer
sobre este o el otro individuo aislado, sino del hecho mismo de que se
crea que se lo gobierna. Eso sirve de coartada para los planificadores y
suscita la apariencia de que la red de transacciones y medidas en que
ha sido transformada la vida deja aun lugar para relaciones espontáneas e
inmediatas entre la gente. Este tipo de libertad se halla simbolizado
en los distintos ramos de la industria cultural por la selección
arbitraria de los casos medios. En las narraciones detalladas del
semanario respecto al viaje modesto pero espléndido -organizado por el
semanario mismo- cumplido por la afortunada vencedora (por lo general
una dactilógrafa que acaso ganó el concurso gracias a sus relaciones con
los magnates locales) se refleja la impotencia de todos. Son hasta tal
punto mero material que aquellos que disponen de ellos pueden hacer
subir a uno a su cielo y luego expulsarlo de allí nuevamente: que muera o
haga lo que se le dé la gana con sus derechos y su trabajo. La
industria está interesada en los hombres sólo como sus propios clientes y
empleados y, en efecto, ha reducido a la humanidad en conjunto, así
como a cada uno de sus elementos, a esta fórmula agotadora. De acuerdo
con el aspecto determinante en cada ocasión, se subraya en la ideología
el plan o el azar, la técnica o la vida, la civilización o la
naturaleza. Como empleados, son exhortados a la organización racional y a
incorporarse a ella con sano sentido común. Como clientes, ven ilustrar
en la pantalla o en los periódicos, a través de episodios humanos y
privados, la libre elección y la atracción de aquello que no está aún
clasificado. En todos los casos no pasan de ser objetos.
Cuanto menos tiene la industria cultural para
prometer, cuanto menos en grado está de mostrar que la vida se halla
llena de sentido, en tanto más pobres se convierte faltamente la
ideología que difunde. Incluso los abstractos ideales de armonía y
bondad de la sociedad resultan -en la época de la publicidad universal-
demasiado concretos. Pues se ha aprendido a identificar como publicidad
justamente lo abstracto. El argumento que sólo tiene en cuenta la verdad
suscita la impaciencia de que llegue rápidamente al fin comercial que
se supone persigue en la práctica. La palabra que no es un medio resulta
carente de sentido; la otra, ficción y mentira. Los juicios de valor
son oídos como réclame o como charlas inútiles. Pero la ideología así
forzada a mantenerse dentro de lo vago no se torna por ello más
transparente ni tampoco más débil. Justamente su genericidad, su rechazo
casi científico a comprometerse con algo inverificable, sirve de
instrumento al dominio. Porque se convierte en la proclamación decidida y
sistemática de lo que es. La industria cultural tiene la tendencia a
transformarse en un conjunto de protocolos y justamente por ello en
irrefutable profeta de lo existente. Entre los escollos de la falsa
noticia individualizable y de la verdad manifiesta la industria cultural
se mueve con habilidad repitiendo el fenómeno tal cual, oponiendo su
opacidad al conocimiento y erigiendo como ideal el fenómeno mismo en su
continuidad omnipresente. La ideología se escinde en la fotografía de la
realidad en bruto y en la pura mentira de su significado, que no es
formulada explícitamente, sino sugerida e inculcada. A fin de demostrar
la divinidad de lo real no se hace más que repetir cínicamente lo real.
Esta prueba fotológica no es convincente sino aplanadora. Quien frente a
la potencia de la monotonía duda aún es un loco. La industria cultural
está tan bien provista para rechazar las objeciones dirigidas contra
ella misma como aquéllas lanzadas contra el mundo que ella reduplica sin
tesis preconcebidas. Se tiene sólo la posibilidad de colaborar o de
quedarse atrás: los provincianos, que para defenderse del cine y de la
radio recurren a la eterna belleza o a los conjuntos filodramáticos,
están políticamente ya en el punto hacia el que la cultura de masas aún
está empujando a sus súbditos. La cultura de masas es lo suficientemente
equilibrada como para parodiar o disfrutar como ideología, de acuerdo
con la ocasión, incluso a los viejos sueños de antaño, como el culto del
padre o el sentimiento incondicionado. La nueva ideología tiene por
objeto el mundo como tal. Adopta el culto del hecho, limitándose a
elevar la mala realidad -mediante la representación más exacta posible-
al reino de los hechos. Mediante esta trasposición, la realidad misma se
convierte en sustituto del sentido y del derecho. Bello es todo lo que
la cámara reproduce. A la perspectiva frustrada de poder ser la empleada
a quien le toca en suerte un crucero transoceánico, corresponde la
visión desilusionada de los países exactamente fotografiados por los que
el viaje podría conducir. Lo que se ofrece no es Italia, sino la prueba
visible de su existencia. El film puede llegar a mostrar París, donde
la joven norteamericana piensa en realizar sus sueños, en la desolación
más completa, para empujarla en forma tanto más inexorable a los brazos
del joven norteamericano smart a quien hubiera podido conocer en su
misma casa. Que todo en general marche, que el sistema incluso en su
última fase continúe reproduciendo la vida de aquellos que lo componen,
en lugar de eliminarlos en seguida, es cosa que se acredita como mérito y
significado. Continuar tirando hacia adelante en general se convierte
en justificación de la ciega permanencia del sistema, así como de su
inmutabilidad. Sano es aquello que se repite, el ciclo tanto en la
naturaleza como en la industria. Eternamente gesticulan los mismos
babies en los suplementos ilustrados, eternamente golpea la máquina del
jazz. Pese a todo progreso de la técnica de la reproducción, de las
reglas y de las especialidades, pese a todo agitado afanarse, el
alimento que la industria cultural alarga a los hombres sigue siendo la
piedra de la estereotipia. La industria cultural vive del ciclo, de la
maravilla de que las madres continúen haciendo hijos pese a todo, de que
las ruedas continúen girando. Eso sirve para remachar la inmutabilidad
de las relaciones. Los campos en que ondean espigas de trigo en la parte
final de El gran dictador de Chaplin desmienten el discurso
antifascista por la libertad. Se asemejan a la cabellera rubia de la
muchacha alemana cuya vida en el campamento veraniego fotografía la Ufa.
Por el hecho mismo de que el mecanismo social de dominio coloca a la
naturaleza como saludable antítesis de la sociedad, la naturaleza queda
absorbida y encuadrada dentro de la sociedad incurable. La confirmación
visual de que los árboles son verdes, de que el cielo es azul y de que
las noches pasan hace de estos elementos criptogramas de chimeneas y de
estaciones de servicio para automóviles. Viceversa, las ruedas y partes
mecánicas deben brillar en forma alusiva, degradadas al carácter de
exponentes de esa alma vegetal y etérea. De tal suerte la naturaleza y
la técnica son movilizadas contra la mufa, la imagen falseada en el
recuerdo de la sociedad liberal, en la que, según parece, se giraba en
sofocantes cuartos cubiertos de felpa, en lugar de practicar, como se
hace hoy, un sano y asexual naturismo, o se permanecía en panne en un
Mercedes Benz antediluviano en lugar de ir a la velocidad de un rayo
desde el punto en que se está a otro que es exactamente igual. El
triunfo del trust colosal sobre la libre iniciativa es celebrado por la
industria cultural como eternidad de la libre iniciativa. Se combate al
enemigo ya derrotado, al sujeto pensante. La resurrección del
antifilisteo Hans Sonnenstösser en Alemania y el placer de ver Vida con
el padre son de la misma índole.
Hay algo con lo que sin duda no bromea la ideología
vaciada de sentido: la previsión social. "Ninguno tendrá frío ni
hambre: quien lo haga terminará en un campo de concentración": esta
frase proveniente de la Alemania hitleriana podría brillar como lema en
todos los portales de la industria cultural. La frase presupone, con
astuta ingenuidad, el estado que caracteriza a la sociedad más reciente:
tal sociedad sabe descubrir perfectamente a los suyos. La libertad
formal de cada uno está garantizada. Oficialmente, nadie debe rendir
cuentas sobre lo que piensa. Pero en cambio cada uno está desde el
principio encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que
forman un instrumento hipersensible de control social. Quien no desee
arruinarse debe ingeniárselas para no resultar demasiado ligero en la
balanza de tal sistema. De otro modo pierde terreno en la vida y termina
por hundirse. El hecho de que en toda carrera, pero especialmente en
las profesiones liberales, los conocimientos del ramo se hallen por lo
general relacionados con una actitud conformista puede suscitar la
ilusión de que ello es resultado de los conocimientos específicos. En
realidad, parte de la planificación irracional de esta sociedad consiste
en reproducir, bien o mal, sólo la vida de sus fieles. La escala de los
niveles de vida corresponde exactamente al lazo íntimo de clases e
individuos con el sistema. Se puede confiar en el manager y aun es fiel
el pequeño empleado, Dagwood, tal como vive en las historietas cómicas y
en la realidad. Quien siente frío y hambre, aun cuando una vez haya
tenido buenas perspectivas, está marcado. Es un outsider y esta
(prescindiendo a veces de los delitos capitales) es la culpa más grave.
En los films se convierte en el mejor de los casos en el individuo
original, objeto de una sátira pérfidamente indulgente, aunque por lo
común es el villain, que aparece como tal ya no bien muestra la cara,
mucho antes de que la acción lo demuestre, a fin de que ni siquiera
temporariamente pueda incurrirse en el error de que la sociedad se
vuelva contra los hombres de buena voluntad. En realidad, se cumple hoy
una especie de welfare state de grado superior. A fin de defender las
posiciones propias, se mantiene en vida una economía en la cual, gracias
al extremo desarrollo de la técnica, las masas del propio país resultan
ya, en principio, superfluas para la producción. A causa de ello la
posición del individuo se torna precaria. En el liberalismo el pobre
pasaba por holgazán, hoy resulta inmediatamente sospechoso: está
destinado a los campos de concentración o, en todo caso, al infierno de
las tareas más humildes y de los slums. Pero la industria cultural
refleja la asistencia positiva y negativa hacia los administrados como
solidaridad inmediata de los hombres en el mundo de los capaces. Nadie
es olvidado, por doquier hay vecinos, asistentes sociales, individuos al
estilo del Doctor Gillespie y filósofos a domicilio con el corazón del
lado derecho que, con su afable intervención de hombre a hombre, hacen
de la miseria socialmente reproducida casos individuales y curables, en
la medida en que no se oponga a ello la depravación personal de los
individuos. El cuidado respecto a las buenas relaciones entre los
dependientes, aconsejada por la ciencia empresaria y ya practicada por
toda fábrica a fin de lograr el aumento de la producción, pone hasta el
último impulso privado bajo control social, mientras que en apariencia
torna inmediatas o vuelve a privatizar las relaciones entre los hombres
en la producción. Este socorro invernal psíquico arroja su sombra
conciliadora sobre las bandas visuales y sonoras de la industria
cultural mucho tiempo antes de expandirse totalitariamente desde la
fábrica sobre la sociedad entera. Pero los grandes socorredores y
benefactores de la humanidad, cuyas empresas científicas los autores
cinematográficos deben presentar directamente como actos de piedad, a
fin de poder extraer de ellas un interés humano científico, desempeñan
el papel de conductores de los pueblos, que terminan por decretar la
abolición de la piedad y saben impedir todo contagio una vez que se ha
liquidado al último paralítico.
La insistencia en el buen corazón es la forma en
que la sociedad confiesa el daño que hace: todos saben que en el sistema
no pueden ya ayudare por sí solos y ello debe ser tenido en cuenta por
la ideología. En lugar de limitarse a cubrir el dolor bajo el velo de
una solidaridad improvisada, la industria cultural pone todo su honor de
firma comercial en mirarlo virilmente a la cara y en admitirlo,
conservando con esfuerzo su dignidad. El pathos de la compostura
justifica al mundo que la torna necesaria. Así es la vida, tan dura,
pero por ello mismo tan maravillosa, tan sana. La mentira no retrocede
ante lo trágico. Así como la sociedad total no elimina el dolor de sus
miembros, sino que lo registra y lo planifica, de igual forma procede la
cultura de masas con lo trágico. De ahí los insistentes préstamos
tomados del arte. El arte brinda la sustancia trágica, que el puro
amusement no puede proporcionar, pero que sin embargo necesita si quiere
mantenerse de algún modo fiel al postulado de reproducir exactamente el
fenómeno. Lo trágico, transformado en momento previsto y aprobado por
el mundo, se convierte en bendición de este último. Lo trágico sirve
para proteger de la acusación de que no se toma a la realidad lo
suficientemente en serio, cuando en cambio se la utiliza con cínicas
lamentaciones. Torna interesante el aburrimiento de la felicidad
consagrada y pone lo interesante al alcance de todos. Ofrece al
consumidor que ha visto culturalmente días mejores el sustituto de la
profundidad liquidada hace tiempo, y al espectador común, las escorias
culturales de las que debe disponer por razones de prestigio. A todos
les concede el consuelo de que aún es posible el destino humano
auténtico y fuerte y de que su representación desprejuiciada resulta
necesaria. La realidad compacta y sin lagunas en cuya reproducción se
resuelve hoy la ideología aparece más grandiosa, noble y fuerte en la
medida en que se mezcla a ella el dolor necesario. Tal realidad asume
aspecto de destino. Lo trágico es reducido a la amenaza de aniquilar a
quien no colabore, mientras que su significado paradójico consistía en
una época en la resistencia sin esperanza a la amenaza mítica. El
destino trágico se convierte en castigo justo, transformación que ha
sido siempre el ideal de la estética burguesa. La moral de la cultura de
masas es la misma, "rebajada", que la de los libros para muchachos de
ayer. De tal suerte, en la producción de primera calidad lo malo se
halla personificado por la histérica que -a través de un estudio de
pretendida exactitud científica- busca defraudar a la más realista rival
del bien de su vida y encuentra una muerte nada teatral. Las
presentaciones tan científicas se encuentran sólo en la cumbre de la
producción. Por debajo, los gastos son considerablemente menores y lo
trágico es domesticado sin necesidad de la psicología social. Así como
toda opereta vienesa que se respete debía tener en su segundo acto un
final trágico, que no dejaba al tercero más que la aclaración de los
malentendidos, del mismo modo la industria cultural asigna a lo trágico
un lugar preciso en la routine. Ya la notoria existencia de la receta
basta para clamar el temor de que lo trágico escape al control. La
descripción de la fórmula por parte del ama de casa, getting into
trouble and out again, define la entera cultura de masas, desde el woman
serial más idiota hasta la obra cumbre. Incluso el peor de los finales
-que en el pasado tenía mejores intenciones- remacha el orden y falsea
lo trágico, ya sea cuando la amante ilegítima paga con la muerte su
breve felicidad, ya sea que el triste fin en las imágenes haga
resplandecer con más brillo la indestructibilidad de la vida real. El
cine trágico se convierte efectivamente en un instituto de
perfeccionamiento moral. Las masas desmoralizadas de la vida bajo la
presión del sistema, que demuestran estar civilizadas sólo en lo que
concierne a los comportamientos automáticos y forzados, de los que brota
por doquier reluctancia y furor, deben ser disciplinadas por el
espectáculo de la vida inexorable y por la actitud ejemplar de las
víctimas. La cultura ha contribuido siempre a domar los instintos
revolucionarios, así como los bárbaros. La cultura industrializada hace
algo más. Enseña e inculca la condición necesaria para tolerar la vida
despiadada. El individuo debe utilizar su disgusto general como impulso
para abandonarse al poder colectivo del que está harto. Las situaciones
crónicamente desesperadas que afligen al espectador en la vida cotidiana
se convierten en la reproducción, no se sabe cómo, en garantía de que
se puede continuar viviendo. Basta advertir la propia nulidad, suscribir
la propia derrota, y ya se ha entrado a participar. La sociedad es una
sociedad de desesperados y por lo tanto la presa de los amos. En algunas
de las más significativas novelas alemanas del período prefascista,
como Berlin Alexanderplatz e ¿Y ahora, pobre hombre?, esta tendencia se
expresaba con tanto vigor como en los films corrientes y en la técnica
del jazz. En todos los casos se trata siempre, en el fondo, de la burla
que se hace a sí mismo el "hombre pequeño". La posibilidad de
convertirse en sujeto económico, empresario, propietario, ha
desaparecido definitivamente. Hasta el último drug store, la empresa
independiente, en cuya dirección y herencia se fundaba la familia
burguesa y la posición de su jefe, ha caído en una dependencia sin
salida. Todos se convierten en empleados y en la civilización de los
empleados cesa la dignidad ya dudosa del padre. La actitud del individuo
hacia el racket -firma comercial, profesión o partido-, antes o después
de la admisión, así como la del jefe ante la masa y la del amante
frente a la mujer a la que corteja, asume rasgos típicamente
masoquistas. La actitud a la que cada uno está obligado para demostrar
siempre otra vez su participación moral en esta sociedad hace pensar en
los adolescentes que, en el rito de admisión en la tribu, se mueven en
círculo, con sonrisa idiota, bajo los golpes del sacerdote. La vida en
el capitalismo tardío es un rito permanente de iniciación. Cada uno debe
demostrar que se identifica sin residuos con el poder por el que es
golpeado. Ello está en la base de las síncopas del jazz, que se burla de
las trabas y al mismo tiempo las convierte en normas. La voz de eunuco
del crooner de la radio, el cortejante buen mozo de la heredera, que cae
con su smoking en la piscina, son ejemplos para los hombres, que deben
convertirse en aquello a lo que los pliega el sistema. Cada uno puede
ser omnipotente como la sociedad, cada uno puede llegar a ser feliz, con
tal de que se entregue sin reservas y de que renuncie a sus
pretensiones de felicidad. En la debilidad del individuo la sociedad
reconoce su propia fuerza y cede una parte de ella al individuo. La
pasividad de éste lo califica como elemento seguro. Así es liquidado lo
trágico. En un tiempo su sustancia consistía en la oposición del
individuo a la sociedad. Lo trágico exaltaba "el valor y la libertad de
ánimo frente a un enemigo poderoso, a una adversidad superior, a un
problema inquietante". (42) Hoy lo
trágico se ha disuelto en la nada de la falsa identidad de sociedad e
individuo, cuyo horror brilla aun fugazmente en la vacua apariencia de
aquél. Pero el milagro de la integración, el permanente acto de gracia
de los amos, al acoger a quien cede y se traga su propio rechazo, tiende
al fascismo, que relampaguea en la humanidad con que Döblin permite a
su Biberkopf arreglarse, como en los films de tono social. La capacidad
de encajar y de arreglárselas, de sobrevivir a la propia ruina, por la
que es superado lo trágico, es característica de la nueva generación. La
nueva generación está en condiciones de cumplir cualquier trabajo,
porque el proceso laboral no los ata a ningún trabajo definido. Ello
recuerda la triste ductilidad del expatriado, al que la guerra no le
importaba nada, o del trabajador ocasional, que termina por entrar en
las organizaciones para militares. La liquidación de lo trágico confirma
la liquidación del individuo.
En la industria cultural el individuo es ilusorio no sólo por la
igualación de sus técnicas de producción. El individuo es tolerado sólo
en cuanto su identidad sin reservas con lo universal se halla fuera de
toda duda. La pseudoindividualidad domina tanto en el jazz como en la
personalidad cinematográfica original, que debe tener un mechón de pelo
sobre los ojos para ser reconocida como tal. Lo individual se reduce a
la capacidad de lo universal para marcar lo accidental con un sello tan
indeleble como para convertirlo sin más en identificable como lo que es.
Justamente el obstinado mutismo o las actitudes elegidas por el
individuo cada vez expuesto son producidos en serie como los castillos
de Yale, que se distinguen entre sí por fracciones de milímetro. La
peculiaridad del Sí es un producto social registrado que se despacha
como natural. Se reduce a los bigotes, al acento francés, a la voz
profunda de la mujer experimentada, al Lubitsch touch: son casi
impresiones digitales sobre las tarjetas por lo demás iguales en que se
transforman -ante el poder de lo universal- la vida y las caras de todos
los individuos, desde la estrella cinematográfica hasta el último
habitante de una cárcel. La pseudoindividualidad constituye la premisa
del control y de la neutralización de lo trágico: sólo gracias al hecho
de que los individuos no son en efecto tales, sino simples
entrecruzamientos de las tendencias de lo universal, es posible
reabsorberlos integralmente en lo universal. La cultura de masas revela
así el carácter ficticio que la forma del individuo ha tenido siempre en
la época burguesa, y su error consiste solamente en gloriarse de esta
turbia armonía de universal y particular. El principio de la
individualidad ha sido contradictorio desde el comienzo. Más bien no se
ha llegado jamás a una verdadera individuación. La forma de clase de la
autoconservación ha detenido a todos en el estadio de puros seres
genéricos. Cada característica burguesa alemana expresaba, a pesar de su
desviación y justamente mediante ella, una y la misma cosa: la dureza
de la sociedad competitiva. El individuo, sobre el que la sociedad se
sostenía, llevaba la marca de tal dureza; en su libertad aparente,
constituía el producto de su aparato económico y social. Cuando
solicitaba la respuesta de aquellos que le estaban sometidos, el poder
se remitía a las relaciones de fuerza dominantes en cada oportunidad.
Por otro lado, la sociedad burguesa también ha desarrollado en su curso
al individuo. Contra la voluntad de sus controles, la técnica ha educado
a los hombres convirtiéndolos de niños en personas. Pero todo progreso
de la individuación en este sentido se ha producido en detrimento de la
individualidad en cuyo nombre se producía, y no ha dejado de ésta más
que la decisión de perseguir siempre y sólo el propio fin. El burgués,
para quien la vida se escinde en negocios y vida privada, la vida
privada en representación e intimidad, la intimidad en la hastiante
comunidad del matrimonio y en el amargo consuelo de estar completamente
solo, en derrota ante sí y ante todos, es ya el nazi, que es entusiasta y
desdeñoso a la vez, o el contemporáneo habitante de la metrópoli, que
no puede concebir la amistad ya más que como social contact, como
aproximación social de individuos íntimamente distantes. La industria
cultural puede hacer lo que quiere con la individualidad debido a que en
ésta se reproduce desde el comienzo la íntima fractura de la sociedad.
En las caras de los héroes del cinematógrafo y de los particulares
confeccionados según los modelos de las tapas de los semanarios se
desvanece una apariencia en la cual ya nadie cree más, y la pasión por
tales modelos vive de la secreta satisfacción de hallarse finalmente
dispensados de la fatiga de la individuación, pese a que esto ocurra
gracias a las fatigas aun más duras de la imitación. Pero sería vano
esperar que la persona contradictoria y decadente no vaya a durar
generaciones, que el sistema deba necesariamente saltar por causa de
esta escisión psicológica, que esta mentirosa sustitución del individuo
por el estereotipo deba resultar por sí intolerable a los hombres. La
unidad de la personalidad ha sido escrutada como apariencia desde el
Hamlet shakespeariano. En las fisonomías sintéticamente preparadas de
hoy se ha olvidado ya que haya existido alguna vez un concepto de vida
humana. Durante siglos la humanidad se ha preparado para Victor Mature y
Mickey Rooney. Su obra de disolución es a la vez un cumplimiento.
La apoteosis del tipo medio corresponde al culto de aquello que es
barato. Las estrellas mejor pagadas parecen imágenes publicitarias de
desconocidos artículos standard. No por azar son elegidas a menudo entre
la masa de las modelos comerciales. El gusto dominante toma su ideal de
la publicidad, de la belleza de uso. De tal suerte el dicho socrático
según el cual lo bello es lo útil se ha cumplido por fin irónicamente.
El cine hace publicidad para el trust cultural en su conjunto; en la
radio las mercancías para las cuales existe el bien cultural son
elogiadas en forma individual. Por cincuenta cents se ve el film que ha
costado millones, por diez se consigue el chewing-gum que tiene tras sí
toda la riqueza del mundo y que la incrementa con su comercio. Las
mejores orquestas del mundo -que no lo son en modo alguno- son
proporcionadas gratis a domicilio. Todo ello es una parodia del país de
jauja, así como la "comunidad popular" nazi lo es respecto a aquélla
humana. A todos se les alarga algo. La exclamación del provinciano que
por primera vez entraba al Metropoltheater de Berlín, "es increíble lo
que dan por tan poco", ha sido tomada desde hace tiempo por la industria
cultural y convertida en sustancia de la producción misma. La
producción de la industria cultural no sólo se ve siempre acompañada por
el triunfo a causa del mismo hecho de ser posible, sino también resulta
en gran medida idéntica al triunfo. Show significa mostrar a todos lo
que se tiene y se puede. Es aun la vieja feria pero incurablemente
enferma de cultura. Como los visitantes de las ferias, atraídos por la
voces de los anunciadores, superaban con animosa sonrisa la desilusión
en las barracas, debido a que en el fondo sabían ya antes lo que
ocurriría, del mismo modo el frecuentador del cine se alinea
comprensivamente de parte de la institución. Pero con la accesibildiad
de los productos "de lujo" en serie y su complemento, la confusión
universal, se prepara una transformación en el carácter de mercancía del
arte mismo. Este carácter no tiene nada de nuevo: sólo el hecho de que
se lo reconozca expresamente y de que el arte reniegue de su propia
autonomía, colocándose con orgullo entre los bienes de consumo, tiene la
fascinación de la novedad. El arte como dominio separado ha sido
posible, desde el comienzo, sólo en la medida en que era burgués.
Incluso su libertad, como negación de la funcionalidad social que es
impuesta a través del mercado, queda esencialmente ligada al presupuesto
de la economía mercantil. Las obras de arte puras, que niegan el
carácter de mercancía de la sociedad ya por el solo hecho de seguir su
propia ley, han sido siempre al mismo tiempo también mercancía: y en la
medida en que hasta el siglo XVIII la protección de los mecenas ha
defendido a los artistas del mercado, éstos se hallaban en cambio
sujetos a los mecenas y a sus fines. La libertad respecto a los fines de
la gran obra de arte moderna vive del anonimato del mercado. Las
exigencias del mercado se hallan hoy tan completamente mediadas que el
artista, aunque sea sólo en cierta medida, queda exento de la pretensión
determinada. Durante toda la historia burguesa, la autonomía del arte,
simplemente tolerada, se ha visto acompañada por un momento de falsedad
que por último se ha desarrollado en la liquidación social del arte.
Beethoven mortalmente enfermo, que arroja lejos de sí una novela de
Walter Scott exclamando: "¡Éste escribe por dinero!", y al mismo tiempo,
aun en el aprovechamiento de los últimos cuartetos -supremo rechazo al
mercado- se revela como hombre de negocios experto y obstinado, ofrece
el ejemplo más grandioso de la unidad de los opuestos (mercado y
autonomía) en el arte burgués. Víctimas de la ideología son justamente
aquellos que ocultan la contradicción, en lugar de acogerla, como
Beethoven, en la conciencia de la propia producción: Beethoven rehizo
como música la cólera por el dinero perdido y dedujo el metafísico "Así
debe ser", que trata de superar estéticamente -asumiéndola sobre sí- la
necesidad del mundo, del pedido del salario mensual por parte de la
gobernanta. El principio de la estética idealista, finalidad sin fin, es
la inversión del esquema al que obedece socialmente el arte burgués:
inutilidad para los fines establecidos por el mercado. Últimamente, en
el pedido de distracción y diversión, el fin ha devorado al reino de la
inutilidad. Pero como la instancia de utilizabilidad del arte se
convierte en total, empieza a delinearse una variación en la estructura
económica íntima de las mercancías culturales. Lo útil que los hombres
esperan de la obra de arte en la sociedad competitiva es justamente en
gran medida la existencia de lo inútil: lo cual no obstante es liquidado
en el momento de ser colocado enteramente bajo lo útil. Al adecuarse
enteramente a la necesidad, la obra de arte defrauda por anticipado a
los hombres respecto a la liberación que debería procurar en cuanto al
principio de utilidad. Lo que se podría denominar valor de uso en la
recepción de bienes culturales es sustituido por el valor de
intercambio: en lugar del goce aparece el tomar parte y el estar al
corriente; en lugar de la comprensión, el aumento de prestigio. El
consumidor se convierte en coartada de la industria de las diversiones, a
cuyas instituciones aquél no puede sustraerse. Es preciso haber visto
Mrs. Miniver, así como es necesario tener en casa "Life" y "Time". Todo
es percibido sólo bajo el aspecto en que puede servir para alguna otra
cosa, por vaga que pueda ser la idea de esta otra cosa. Todo tiene valor
sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser
en sí algo. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y
el fetiche, su valoración social, que toman por la escala objetiva de
las obras, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad
de la que disfrutan. De tal suerte el carácter de mercancía del arte se
disuelve justamente en el acto de realizarse en forma integral. El arte
se torna una mercancía preparada, asimilada a la producción industrial,
adquirible y fungible. Pero la mercancía artística, que vivía del hecho
de ser vendida y de ser sin embargo invendible, se convierte
hipócritamente en invendible de verdad cuando la ganancia no está más
sólo en su intención, sino que constituye su principio exclusivo. La
ejecución de Toscanini por radio es en cierto modo invendible. Se la
escucha por nada y a cada sonido de la sinfonía está ligada, por así
decirlo, la sublime réclame de que la sinfonía no se vea interrumpida
por la réclame: this concert is brought to you as a public service. La
estafa se cumple indirectamente a través de la ganancia de todos los
productores unidos de automóviles y de jabón que financian las
estaciones y, naturalmente, a través del crecimiento de los negocios de
la industria eléctrica productora de los aparatos receptores. Por
doquier la radio -fruto tardío y más avanzado de la cultura de masas-
extrae consecuencias prohibidas provisoriamente al film por su
pseudomercado. La estructura técnica del sistema comercial
radiotelefónico lo inmuniza de desviaciones liberales como las que los
industriales del cine pueden aun permitirse en su campo. Es una empresa
privada que está ya de parte del todo soberano, en anticipación en esto
respecto a los otros monopolios. Chesterfield es sólo el cigarrillo de
la nación, pero la radio es su portavoz. Al incorporar completamente los
productos culturales al campo de la mercancía, la radio renuncia por
añadidura a colocar como mercancía sus productos culturales. En Estados
Unidos no reclama ninguna tasa del público y asume así el aire engañoso
de autoridad desinteresada e imparcial, que parece de medida para el
fascismo. La radio puede convertirse en la boca universal del Führer, y
su voz propaga mediante los altoparlantes de las calles el aullido de
las sirenas anunciadoras de pánico, de las cuales difícilmente puede
distinguirse la propaganda moderna. Los nazis sabían que la radio daba
forma a su causa, así como la imprenta se la dio a la Reforma. El
carisma metafísico del jefe inventado por la sociología religiosa ha
revelado ser al fin, como la simple omnipresencia de sus discursos en la
radio, una diabólica parodia de la omnipresencia del espíritu divino.
El desmesurado hecho de que el discurso penetra por doquier sustituye su
contenido, así como la oferta de aquella trasmisión de Toscanini
sustituye a su contenido, la sinfonía. Ninguno de los escuchas está en
condiciones de concebir su verdadero contexto, mientras que el discurso
del Führer es ya de por sí mentira. Poner la palabra humana como
absoluta, el falso mandamiento, es la tendencia inmanente de la radio.
La recomendación se convierte en orden. La apología de las mercancías
siempre iguales bajo etiquetas diversas, el elogio científicamente
fundado del laxante a través de la voz relamida del locutor, entre la
obertura de la Traviata y la de Rienzi, se ha vuelto insostenible por su
propia tontería. En definitiva, el diktat de la producción enmascarado
por la apariencia de una posibilidad de elección, la réclame específica,
puede convertirse en la orden abierta del jefe. En una sociedad de
grandes rackets fascistas, que se pusieran de acuerdo respecto a la
parte del producto social que hay que asignar a las necesidades de los
pueblos, resultaría al fin anacrónico exhortar al uso de un detergente
determinado. Más modernamente, el Führer, sin tantos cumplimientos,
ordena tanto el sacrificio como la compra de la mercancía que antes se
desechaba.
Hoy las obras de arte, como las directivas
políticas, son adaptadas oportunamente por la industria cultural,
inculcadas a precios reducidos a un público reluctante, y su uso se
torna accesible al pueblo, como el de los parques. Pero la disolución de
su auténtico carácter de mercancía no significa que sean custodiadas y
salvadas en la vida de una sociedad libre, sino que ha desaparecido
incluso la última garantía de que no serían degradadas a la condición de
bienes culturales. La abolición del privilegio cultural por liquidación
no introduce a las masas en dominios que les estaban vedados, sino que
en las condiciones sociales actuales contribuye justamente a la ruina de
la cultura, al progreso de la bárbara ausencia de relaciones. Quien en
el siglo pasado o a comienzos de éste gastaba su dinero para ver un
drama o para escuchar un concierto, tributaba al espectáculo por lo
menos tanto respeto como al dinero invertido en él. El burgués que
quería extraer algo para él podía a veces buscar una relación con la
obra. La llamada literatura introductiva a las obras de Wagner y los
comentarios al Fausto son testimonio de este hecho. No eran aun más que
una forma de paso a las notaciones biográficas y a las otras prácticas a
las que la obra de arte es hoy sometida. Incluso en los primeros
tiempos del sistema el valor de intercambio no era arrastrado tras el
valor de uso como un mero apéndice, sino que se lo había desarrollado
con premisa de éste, y esto fue socialmente ventajoso para las obras de
arte. Mientras era caro, el arte mantenía aún al burgués dentro de
ciertos límites. Ya no ocurre así. Su vecindad absoluta, no mediada más
por el dinero, respecto a aquellos ante los que es expuesto, lleva a su
término el extrañamiento, y asimila a obra y burgués bajo el signo de la
reificación total. En la industria cultural desaparece tanto la crítica
como el respeto: la crítica se ve sucedida por la expertise mecánica,
el respeto por el culto efímero de la celebridad. No hay ya nada caro
para los consumidores. Y sin embargo éstos intuyen que cuanto menos
cuesta algo, menos les es regalado. La doble desconfianza hacia la
cultura tradicional como ideología se mezcla a aquélla hacia la cultura
industrializada como estafa. Reducidas a puro homenaje, dadas por
añadidura, las obras de arte pervertidas y corrompidas son secretamente
rechazadas por sus beneficiarios, como las antiguallas a las que el
medio las asimila. Es posible alegrarse de que haya tantas cosas para
ver y sentir. Prácticamente se puede tener todo. Los vaudevilles en el
cine, los concursos musicales, los cuadernos gratuitos, los regalos que
son distribuidos entre los escuchas de determinados programas, no
constituyen meros accesorios, sino la prolongación de lo que les ocurre a
los mismos productos culturales. La sinfonía se convierte en un premio
para la radioaudición en general, y si la técnica pudiese hacer lo que
quiere, el film sería ya proporcionado a domicilio según el ejemplo de
la radio. La televisión muestra ya el camino de un cambio que podría
llevar los hermanos Warner a la posición -sin duda, nada agradable para
ellos- de custodios y defensores de la cultura tradicional. Pero el
sistema de los premios se ha depositado ya en la actitud de los
consumidores. En la medida en que la cultura se presenta como homenaje
cuya utilidad privada y social resulta, por lo demás, fuera de cuestión,
la forma en que se la recibe se convierte en una percepción de chances.
Los consumidores se afanan por temor a perder algo. No se sabe qué,
pero de todos modos tiene una posibilidad sólo quien no se excluye por
cuenta propia. El fascismo cuenta con reorganizar a los receptores de
donativos de la industria cultural en su séquito regular y forzado.
La cultura es una mercancía paradójica. Se halla
hasta tal punto sujeta a la ley del intercambio que ya ni siquiera es
intercambiada; se resuelve tan ciegamente en el uso que no es posible
utilizarla. Por ello se funde con la réclame, que resulta más
omnipotente en la medida en que parece más absurda debido a que la
competencia es sólo aparente. Los motivos son en el fondo económicos. Es
demasiado evidente que se podría vivir sin la entera industria
cultural: es excesiva la apatía que ésta engendra en forma necesaria
entre los consumidores. Por sí misma, puede bien poco contra este
peligro. La publicidad es su elixir de vida. Pero dado que su producto
reduce continuamente el placer que promete como mercancía a esta misma,
simple promesa, termina por coincidir con la réclame, de la que necesita
para compensar su indisfrutabilidad. En la sociedad competitiva la
réclame cumplía la función social de orientar al comprador en el
mercado, facilitaba la elección y ayudaba al productor más hábil pero
hasta entonces desconocido a hacer llegar su mercancía a los
interesados. La réclame no sólo costaba sino que ahorraba
tiempo-trabajo. Ahora que el mercado libre llega a su fin, en la réclame
se atrinchera el dominio del sistema. La réclame remacha el vínculo que
liga a los consumidores con las grandes firmas comerciales. Sólo quien
puede pagar en forma normal las tasas exorbitantes exigidas por las
agencias publicitarias, y en primer término por la radio misma, es
decir, sólo quien forma parte del sistema o es cooptado en forma
expresa, puede entrar como vendedor al pseudomercado. Los gastos de
publicidad, que terminan por refluir a los bolsillos de los monopolios,
evitan que haya que luchar cada vez contra la competencia de outsiders
desagradables; garantizan que los amos del barco sigan entre soi, en
círculo cerrado, no distintos en ello a las deliberaciones de los
consejos económicos que en el estado totalitario controlan la apertura
de nuevas empresas y las gestiones de las existentes. La publicidad es
hoy un principio negativo, un dispositivo de bloqueo; todo lo que no
lleva su sello es económicamente sospechoso. La publicidad universal no
es en modo alguno necesaria para hacer conocer los productos cuya oferta
se halla ya limitada. Sólo indirectamente sirve a las ventas. El
abandono de una praxis publicitaria habitual por parte de una firma
aislada es una pérdida de prestigio y en realidad una violación de la
disciplina que el gang determinante impone a los suyos. Durante la
guerra se continúa haciendo publicidad sobre mercancías que ya no están
en venta sólo para exponer y demostrar el poderío industrial. Más
importante que la repetición del nombre es por consiguiente el
financiamiento de los medios de comunicación ideológicos. Dado que, bajo
la presión del sistema, cada producto emplea la técnica publicitaria,
ésta ha entrado triunfalmente en la jerga, en el "estilo" de la
industria cultural. Su victoria es así completa y en tal medida que en
los casos decisivos no tiene siquiera necesidad de mostrarse explícita:
los palacios monumentales de los gigantes, publicidad petrificada a la
luz de los reflectores, carecen de réclame, y se limitan a lo sumo a
exponer en los lugares más altos las iniciales de la firma, refulgentes y
lapidarias, sin necesidad de elogio alguno. Mientras tanto las casas
que han sobrevivido del siglo pasado, en cuya arquitectura se lee aún
con rubor la utilidad de los bienes de consumo, el fin de la habitación,
son tapiadas, desde la planta baja hasta más arriba del techo, con
affiches y carteles luminosos, y el paisaje no es más que el trasfondo
de carteles y emblemas propagandísticos. La publicidad se convierte en
el arte por excelencia, con el cual Goebbels, con su olfato, la había ya
identificado; l'art pour l'art, réclame de sí misma, pura exposición
del poder social. Ya en los grandes semanarios norteamericanos "Life" y
"Fortune" una rápida ojeada apenas logra distinguir las imágenes y
textos publicitarios de los que no lo son. A la redacción le corresponde
el reportage ilustrado, entusiasta y no pagado, sobre las costumbres y
la higiene personal del astro, que le procura nuevos fans, mientras que
las páginas publicitarias se basan en fotografías y datos tan objetivos y
realistas que representan el ideal mismo de la información, al que la
redacción no hace más que aspirar. Cada film es la presentación del
siguiente, que promete reunir una vez más a la misma pareja bajo el
mismo cielo exótico: quien llega con retraso no sabe si asiste a la
"cola" del próximo film o ya al que ha ido a ver. El carácter de montaje
de la industria cultural, la fabricación sintética y guiada de sus
productos, industrializada no sólo en el estudio cinematográfico, sino
virtualmente también en la compilación de biografías baratas,
investigaciones noveladas y cancioncillas se adapta a priori a la
réclame: dado que el momento singular se vuelve separable y fungible,
ajeno incluso técnicamente a todo nexo significativo, puede prestarse a
fines que son exteriores a la obra. El efecto, el hallazgo, el exploit
aislado y repetible, está ligado a la exposición de productos con fines
publicitarios, y hoy cada primer plano de la actriz es una réclame de su
nombre, todo motivo de éxito el plug de su melodía. Técnica y
económicamente réclame e industria cultural se funden en una sola. Tanto
en la una como en la otra la misma cosa aparece en innumerables lugares
y la repetición mecánica del mismo producto cultural es ya la del mismo
slogan de propaganda. Tanto en la una como en la otra, bajo el
imperativo de la eficacia, la técnica se torna psicotécnica, técnica del
manejo de los hombres. Tanto para la una como para la otra valen las
normas de lo sorprendente y sin embargo familiar, de lo leve y sin
embargo incisivo, de lo hábil y sin embargo simple; se trata siempre de
subyugar al cliente, representado como distraído o reluctante.
El lenguaje con el que la cultura se expresa
contribuye también a su carácter publicitario. Cuanto más se resuelve el
lenguaje en comunicación, cuanto más se tornan las palabras -de
portadoras sustanciales de significado- en puros signos carentes de
cualidad, cuanto más pura y trasparente es la trasmisión del objeto
deseado, tanto más se convierten las palabras en opacas e impenetrables.
La desmitización del lenguaje, como elemento de todo el proceso
iluminista, se invierte en magia. Recíprocamente diferentes e
indisolubles, la palabra y el contenido estaban unidos entre sí.
Conceptos como melancolía, historia y hasta "la vida" eran conocidos
dentro de los límites del término que los perfilaba y los custodiaba. Su
forma los constituía y los reflejaba a un mismo tiempo. La neta
distinción que declara casual el tenor de la palabra y arbitraria su
coordinación con el objeto, liquida la confusión supersticiosa de
palabra y cosa. Lo que en una sucesión establecida de letras trasciende
la correlación con el acontecimiento, es prohibido como oscuro y como
metafísica verbal. Pero con ello la palabra -que ahora sólo debe
designar y no significar nada- queda hasta tal punto fijada a la cosa
que se torna rígida como fórmula. Ello afecta por igual a la lengua y al
objeto. En lugar de llevar el objeto a la experiencia, la palabra
expurgada lo expone como caso de un momento abstracto, y el resto,
excluido de la expresión -que ya no existe- por un deber despiadado de
claridad, se desvanece incluso en la realidad. El ala izquierda en el
foot-ball, el camisa negra, el joven hitlerista, etc., no son nada más
que como se llaman. Si la palabra antes de su racionalización había
promovido junto con el deseo también la mentira, la palabra
racionalizada se ha convertido para el deseo en una camisa de fuerza más
dura que la mentira. La ceguera y la mudez de los datos a los que el
positivismo reduce el mundo inviste también al lenguaje que se limita a
registrar tales datos. De tal manera los términos mismos se convierten
en impenetrables, conquistan un poder de choque, una fuerza de adhesión y
de repulsión que los asimila a lo que es el extremo opuesto de ellos, a
las fórmulas mágicas. Vuelven así a operar en toda una serie de
prácticas: en el hecho de que el nombre de la estrella sea combinado en
el estudio cinematográfico de acuerdo con los datos de la experiencia
estadística, en el hecho de que el welfare state sea exorcizado con
término tabú como burócrata o intelectual, o en el hecho de que la
vulgaridad se torne invulnerable asociándose al nombre del país. El
nombre mismo, que es lo que más relacionado está con la magia, sufre hoy
un cambio químico. Se transforma en etiquetas arbitrarias y
manipulables, cuya eficacia puede ser calculada, pero que justamente por
ello están dotadas de una fuerza y una voluntad propias como la de los
nombres arcaicos. Los nombres bautismales, residuos arcaicos, han sido
elevados a la altura de los tiempos, y se los estiliza en forma de
siglas publicitarias. Suena a viejo en cambio el nombre burgués, el
nombre de familia que, en lugar de ser una etiqueta, individualizaba a
su portador en relación con sus orígenes. Esto suscita en muchos
norteamericanos un curioso embarazo. Para ocultar la incómoda distancia
entre individuos particulares, se llaman entre ellos Bob y Harry, como
miembros fungibles de teams. Semejante uso reduce las relaciones entre
los hombres a la fraternidad del público de los deportes, que impide la
verdadera fraternidad. La significación, que es la única función de la
palabra admitida por la semántica, se realiza plenamente en la señal. Su
naturaleza de señal se refuerza gracias a la rapidez con la que son
puestos en circulación desde lo alto modelos lingüísticos. Si los cantos
populares han sido considerados patrimonio cultural "rebajado" de la
clase dominante, en todo caso sus elementos asumían la forma popular a
través de un largo y complicado proceso de experiencias. En cambio, la
difusión de los popular songs se produce en forma fulminante. La
expresión norteamericana fad para modas que se afirman en forma
epidémica -es decir, promovidas por potencias económicas altamente
concentradas- designaba el fenómeno mucho antes de que los directores de
la propaganda totalitaria dictasen poco a poco las líneas generales de
la cultura. Si hoy los fascistas alemanes lanzan desde los altoparlantes
la palabra "intolerable", mañana el pueblo entero dirá "intolerable".
Según el mismo esquema, las naciones contra las cuales fue lanzada la
guerra relámpago alemana han acogido en su jerga tal término. La
repetición universal de los términos adoptados por los diversos
procedimientos torna a éstos de algún modo en familiares, así como en
los tiempos del mercado libre el nombre de un producto en todas las
bocas promovía su venta. La repetición ciega y la rápida expansión de
palabras establecidas relaciona a la publicidad con las consignas
totalitarias. El estrato de experiencia que hacía de las palabras las
palabras de los hombres que las pronunciaban ha sido enteramente
arrasado y en la pronta asimilación la lengua asume una frialdad que
hasta ahora sólo la había distinguido en las columnas publicitarias y en
las páginas de anuncios de los periódicos. Infinitas personas emplean
palabras y expresiones que o no entienden o las utilizan sólo por su
valor behavioristic de posición, como símbolos protectores que se
adhieren a sus objetos con tanta mayor tenacidad cuanto menos se está en
condiciones de comprender su significado lingüístico. El ministro de
Instrucción popular habla de fuerzas dinámicas sin saber qué dice y los
songs cantan sin tregua sobre rêverie y rhapsody y deben su popularidad
justamente a la magia de lo incomprensible experimentada como el
estremecimiento de una vida más elevada. Otros estereotipos, como
memory, son aun entendidos en cierta medida, pero huyen a la experiencia
que debería colmarlos. Afloran como enclaves en el lenguaje hablado. En
la radio alemana de Flesch y de Hitler se pueden advertir en el
afectado alemán del anunciador que dice a la nación "Hasta volver a
oírse" o "Aquí habla la juventud de Hitler" e incluso "el Führer" con
una cadencia particular, que se convierte de inmediato en el acento
natural de millones de personas. En tales expresiones se ha suprimido
incluso el último vínculo entre la experiencia sedimentada y la lengua,
que ejercía aún una influencia benéfica en el siglo XIX a través del
dialecto. El redactor, a quien la ductilidad de sus convicciones le ha
permitido convertirse en "redactor alemán", (43)
ve en cambio a las palabras alemanas transformarse bajo la pluma en
palabras extranjeras. En cada palabra se puede distinguir hasta qué
punto ha sido desfigurada por la "comunidad popular" fascista. Es verdad
que a continuación este lenguaje se ha convertido en universal y
totalitario. No es ya más posible advertir en las palabras la violencia
que sufren. El anunciador radial no tiene necesidad de hablar con
afectación, pues no sería ni siquiera posible, si su acento se
distinguiese en carácter del grupo de oyentes que le ha sido asignado.
Pero en cambio la forma de expresarse y de gesticular de los escuchas y
de los espectadores -hasta matices a los que ningún método experimental
está en condiciones de llegar- se hallan traspasados por el esquema de
la industria cultural más que nunca antes. Hoy la industria cultural ha
heredado la función civilizadora de la democracia de la frontier y de la
libre iniciativa, que por lo demás no ha tenido nunca una sensibilidad
demasiado refinada para las diferencias espirituales. Todos son libres
para bailar y para divertirse, así como -desde la neutralización
histórica de la religión en adelante- son libres para afiliarse a una de
las innumerables sectas. Pero la libertad en la elección de las
ideologías, que refleja siempre la constricción económica, se revela en
todos los sectores como libertad de lo siempre igual. La forma en que
una muchacha acepta su date obligatoria, el tono de la voz en el
teléfono, en la situación más familiar la elección de las palabras en la
conversación, y la entera vida íntima, ordenada según los conceptos del
psicoanálisis vulgarizado, documenta el intento de hacer de sí el
aparato adaptado al éxito, conformado -hasta en los movimientos
instintivos- al modelo que ofrece la industria cultural. Las reacciones
más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas ante sus
propios ojos que la idea de lo que les es específico y peculiar
sobrevive sólo en la forma más abstracta: personality no significa para
ellos en la práctica más que dientes blancos y libertad respecto al
sudor y a las emociones. Es el triunfo de la réclame en la industria
cultural, la imitación forzada, por parte de los consumidores, de las
mercancías culturales incluso neutralizadas en cuanto a su significado.
NOTAS
1. Voltaire, Lettres philosophiques, en Oeuvres complètes, Garnier, 1879, vol. XII, pág. 118.
2. Bacon, In Praise of Knowledge, Miscellaneous Tracts upon Human
Philosophy, en The Works of Francis Bacon, a cargo de Basil Montagu,
London, 1825, vol. I, pág. 254 y sigs.
3. Cfr. Bacon, Novum Organum, en op. cit., vol. XIV, pág. 31.
4. Bacon, Valerius Terminus, of the Interpretation of Nature, Miscellaneous Tracts, en op. cit., vol. I, pág. 281.
5. Cfr. Hegel, Phänomenologie des Geites, en Werke, II, pág. 410 y sigs.
6. En ello están de acuerdo Jenófanes, Montaigne, Hume, Feuerbach y
Salomon Reinach. Cfr. Reinach, Orpheus, versión inglesa de F. Simmons,
London & New York, 1909, pág. 6 y sigs.
8. Bacon, De augmentis scientiarum, en op. cit, vol. VIII, pág. 152.
9. Les Soirées de Saint-Pétersbourg, 5ème entretien, en Oeuvres complètes, Lyon, 1891, vol. IV, pág. 256.
10. Bacon, Advancement of Learning, en op. cit., vol. II, pág. 126.
11. Génesis, I. 26.
12. Arquíloco, fragmento 87.
13. Solón, fragmento 13.
14. Crf., por ejemplo, Robert H. Lowie, An Introduction to Cultural Anthropology, New York, 1940, pág. 344 y sigs.
15. Cfr. Freud, Totem und Tabu, en Gesammelte Werke, X, pág. 106 y sigs.
16. Ibid., pág. 110.
17. Phänomenologie des Geistes, cit., pág. 424.
18. Crf. W. Kirfel, Geschichte Indiens, en Propuläenweltgeschichte,
III, pág. 261 y sigs., y G. Glotz, Histoire Grecque, I, en Histoire
Ancienne, Paris, 1938, pág. 137 y sigs.
19. G. Glotz, op. cit., pág. 140.
20. Cfr. Kurt Eckermann, Jahrbuch der Religionsgeschichte und
Mythologie, Halle, 1845, I, pág. 241, y O. Kern, Die Religion der
Griechen, Berlin, 1926, I, pág 181 sigs.
21. Hubert Mauss describen así el contenido representativo de la
"simpatía" de la mimesis: "L' un est le tout, tout est dans l' un, la
nature triomphe de la nature." (H. Hubert y M. Mauss, Théorie générale
de la magie, en "L' Année Sociologique, 1902-3, pág. 100.)
22. Cfr. Westermarck, Ursprung der Moralbegriffe, Leipzig. 1913, I, pág. 402.
23. Cfr. el décimo libro de la República.
24. Erster Entwurf eines Systems der Naturphilosophie, parte V, en Werke, Erste Abteilung, II, pág. 623.
25. Werke, Erste Abteilung, II, pág. 626.
26. Cfr. E. Durkheim. De quelques formes primitives de classification, en "L' année Sociologique", IV (1903), pág. 66 y sigs.
27. Principii di scienza nuova d' intorno alla comune natura delle
nazioni, en G. Vico, Opere, a cargo de F. Nicolini, Napoli, 1933, pág.
832.
28. Hubert y Mauss, op. cit., pág. 118.
29. Cfr. Tönnies, Philosophische Terminologie, en Psychologisch-Soziologische Ansicht, Leipzig, 1908, pág. 31.
30. Hegel, op. cit., pág. 65.
31. Edmund Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften un
die transzendentale Phänomenologie, en "Philosophia", Belgrado, 1936,
págs. 95-97.
32. Cfr. Schopenhauer, Parerga und Paralipomena, II, pág. 356, en Werke, ed. Deussen, V, pág. 671.
33. Ethica, Pars IV, Propos. XXII, Coroll.
34. Odisea, XII, 191. (Para todas las referencias a obras homéricas
en este libro se ha usado la versión española de Luis Segalá y
Estalella.)
35. Ibid, 189-90.
36. G. W. Hegel, Phänomenologie des Geistes, ed. Lasson, pág. 146.
*. Giulio Cesare Vanini, 1584-1619, filósofo que fue en Italia el
máximo exponente del movimiento libertino, es decir, de aquellos que -en
correspondencia con la misma escuela francesa- luchaban por liberar al
pensamiento de todo dogmatismo, especialmente en materia religiosa. (N.
del T.).
37. The supreme question which confronts our generation today -the
question to which all other problems are merely corollaries- is whether
technology can be brought under control. ... Nobody can be sure of the
formula by which this end can be achieved. ... We must draw on all the
resources to which acces can be had. (The Rockefeller Foundation, A
Review for 1943, New York, 1944, págs. 33-35.)
38. En castellano en el original. (N. del T.)
39. F. Nietzsche, Unzeitgemässe Betrachtungen, en Werke, Grossoktavausgabe, Leipzig, 1917, I, pág. 187.
40. A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, París, 1864, II, pág. 151.
41. F. Wedekind, Gesammelte Werke, München, 1921, IX, pág. 246.
42. Nietzsche, Götzendämmerung, en Werke, VIII, pág. 136.
43. En el original: "deutscher Schrifleiter", en lugar de
"deutscher Redakteur", pues el nazismo desdeñó el término Redakteur, por
considerarlo extranjerizante. (N. del T.)
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